Cuando les alcanzó el feliz cansancio, se lavaron bajo la lluvia y Carlos fue al coche por una toalla, que siempre llevaba en el maletero: un chubasquero y una toalla, los dos símbolos perennes del veraneo en el norte. Se secaron y se vistieron y le pareció que Carmen estaba encantada y excitada por la aventura.

La vuelta resultó algo dificultosa, porque el camino de tierra que bajaba hasta la carretera se había convertido en un barrizal y las ruedas patinaban con frecuencia. Una vez más, Carlos la acompañó hasta la puerta de la casa de los Muñoz Santos. Ahora le preocupaba que cogiera una pulmonía, así que le encareció muy seriamente a que se diese un largo baño con el agua bien caliente, nada de ducha. Tenían una reunión esa tarde y Carmen estaba obligada a renovar su aspecto, por lo que decidieron no ir a La Cabaña. En todo caso, él quedó en volver a recogerla en una hora.

—Con este cuento de tener que traerte y llevarte parezco un novio de los de antes, de los que dejaban a su pareja en casa de sus padres antes de que oscureciera —dijo risueño.

—Así debe ser —dijo ella— pero esta vez voy a llegar a la hora del café. Me gusta la gente formal… —se detuvo, pareció pensarlo un poco y luego añadió—:… que sepa perder bien la cabeza cuando llega el momento —y haciendo un movimiento de despedida hacia la puerta le envió un beso por el aire.

La ominosa presencia de la depresión había desaparecido por completo. Carlos entró en su coche, puso el motor en marcha y enfiló la salida de Valle Castañares.