Carlos Sastre recogió a Carmen por el hombro y la atrajo hacia él. Estaban en la vieja iglesia en mitad del campo, protegiéndose de la lluvia que, tras una pausa de no más de media hora, había empezado a caer de nuevo. La vieja iglesia estaba cerrada, como era habitual durante la mayor parte de la semana, pero ellos se habían refugiado bajo el pórtico y estaban sentados en el banco corrido a lo largo del muro. Carmen se refugió entre los brazos de Carlos y éste apoyó con suavidad la barbilla en su cabeza. Cuando salieron del restaurante, la coincidencia con el único claro del día les animó a buscar un paseo alejado, romántico y alejado, pero ahora, en la iglesia vieja, siempre cerrada a cal y canto durante la semana, parecían dos náufragos atrapados en una isla y rodeados de agua por todas partes.
Carlos cerró los ojos y sintió que la desolación lo cubría por entero. De haber andado listo, habría abandonado San Pedro el mismo día en que empezaron las lluvias, pero no lo hizo y ahora le parecía que éstas lo habían atrapado y que su vida se había torcido definitivamente. Sentía el cabello de Carmen bajo su mejilla y, de pronto, sólo le producía congoja. ¿Por qué tuvo que hacerlo? ¿Por qué no se dio tiempo a pensar antes de ir por el Juez? Ahora, la muerte cumplida le dejaba indiferente y seguía pensando que el gran sacrificado era él; que, intentando devolver golpe por golpe, se había golpeado a sí mismo y esta vez el golpe no vino de mano ajena sino de su propia mano. Su decisión lo había envenenado y se le escapaba la vida sin remedio.
Bajó el rostro, encontró el de Carmen y comenzó a rozarse con él en un gesto mecánico, repetitivo, que le servía a la vez de protección y consuelo. En esa posición se sentía seguro y los fantasmas se alejaban aunque, a pesar de todo, los sintiera rondar cerca, como si se negaran a abandonar su presa. Sabía por experiencia que la depresión estaba ahí, pegada a él, aguardando el menor resquicio para colarse adentro. En otras ocasiones a lo largo de su vida le había atacado ya, porque la vida no había sido fácil para él, pero aguantaba. Si algo tuvo claro siempre, lo cual no le satisfacía, aunque lo aceptase con cierto orgullo, es que no debía a nadie más que a sí mismo lo que poseía y el hombre que era. No porque no recibiera ayuda alguna vez, que algunas hubo, sino porque pensaba que no fueron favores recibidos sino ganados. Era un orgullo sordo y empecinado que sentía muy próximo a su modo de ser. Pero esta vez la depresión lo cogía descolocado y eran demasiadas cosas las que se juntaban a su alrededor cuando sólo una idea se mantenía, avisándole, como el viejo faro de San Pedro azotado por las aguas: Huye. Huye de mí o encallarás.
El agua seguía cayendo, resbalaba por el tejado y formaba ya un riachuelo que Carlos veía correr al otro lado de la fila de columnas que delimitaba el pórtico con el exterior. Suspirando, se recostó en el banco de piedra y Carmen se recostó con él. La abrazaba porque el abrazo era un reducto de seguridad y, al atraerla hacia sí, su gabardina se abrió arrastrando con ella la falda de su vestido; Carmen no hizo gesto alguno para tapar aquella parte de las piernas desnudas que había quedado al descubierto; a pesar de la lluvia, la temperatura era buena; incluso había pensado al salir del coche que le sobraba la gabardina. Carlos acercó la mano a las piernas de Carmen como si quisiera comprobar que eran reales, pero apenas sintió el contacto empezó a acariciarlas y en respuesta Carmen le ofreció los labios.
Carlos introdujo la mano entre los muslos y ella se abrió la gabardina con un espontáneo impudor. El ruido de la lluvia los envolvía, la temperatura era templada y ninguno de los dos sentía la humedad ambiental y sí, en cambio, el calor progresivo que los reunía cada vez más estrechamente. De pronto, en un rapto de violencia, Carlos tiró con fuerza de las bragas y éstas se le rompieron entre las manos; entonces sintió que su miembro se tensaba con una ansiedad casi insoportable. Apenas consiguió soltarse el pantalón, alzó a Carmen y la sentó a horcajadas encima de él. Cuando estaban girando percibió cómo le seguía ella y eso lo excitó aún más. La reunión y el deseo eran tan estrechos que, nada más liberar su miembro, él solo se introdujo en el lugar íntimo de Carmen con entera desvergüenza. Entonces Carlos se aferró a las rotundas caderas de ella y comenzaron a acoplar sus ritmos con movimientos enérgicos. Estaban tan fuera del tiempo y del espacio reales como dentro de sí mismos, encabalgados entre violentas sacudidas. Carlos recibía el sonido de la lluvia en su cabeza mientras trataba de contenerse, pero el impulso que los llevaba era tan poderoso que lo cubrió por entero y se descargó de una sola vez mientras Carmen aún seguía agitándose, hasta que ella misma sintió la culminación y se desplomó sobre él. Así se quedaron, alejándose de la furia pero no del contacto, dejando caer los cuerpos hacia una gradual placidez. Entonces la lluvia sonaba más dulce, Carlos abrió los ojos y sólo vio la cortina de agua difuminando el paisaje más allá de las columnas que sostenían el techado del pórtico y por un momento tuvo la sensación de estar muy fuera del tiempo y del espacio, protegido muy por el peso del otro cuerpo y, sobre todo, por el calor entero y único del sexo de Carmen cubriendo el suyo. Parecía como si la vieja iglesia hubiese tendido un manto sobre ellos y los hubiera extraído del mundo para acogerlos en su seno. Y se preguntó de repente si no sería éste un pensamiento sacrílego. Sin embargo, pensó mientras acariciaba la cabeza de Carmen recostada en su hombro, estaba entrando en un estado de perfecta beatitud.
Después, tiempo después, ambos se separaron y se miraron a los ojos, ella aún a horcajadas sobre él. Luego se desprendieron el uno del otro y comenzaron a recoger la ropa que se habían quitado. Carmen le mostró las bragas rotas y con un gracioso gesto de resignación las arrojó a su espalda y allí quedaron, tendidas sobre el barro en el exterior del pórtico. Carlos no pudo dejar de sentir una apetencia por quedarse allí y entonces pensó si no deberían quedarse bajo el pórtico, en efecto, para siempre, cercados por la neblina prodigiosa. Ella, como si lo hubiera adivinado, se detuvo y le miró complacida. Carlos pareció reflexionar y, de pronto, sin previo aviso y con toda tranquilidad, echó sobre el banco las prendas que ya había recogido y comenzó a quitarse las que aún conservaba puestas, una por una, doblándolas con cuidado, en un acto que cada vez parecía más ceremonial. Cuando quedó enteramente desnudo frente a Carmen, ésta comprendió e hizo lo mismo que él, guardando también su ropa con un esmero y una serenidad litúrgicas. Entonces Carlos se dirigió hacia afuera, la tomó de la mano y los dos salieron al exterior del pórtico, sobre la hierba embarrada y bajo la lluvia. Allí, el uno frente al otro, dejaron que el agua corriera sobre sus cuerpos en una especie de lavatorio ritual. Carmen fue la primera en reír, luego Carlos, como si culminado el rito de purificación regresaran de nuevo a la vida; después se tomaron de las manos, riendo y saltando, bailando y cantando dentro del circulo neblinoso que la cortina de lluvia creaba a su alrededor, mezclando con dichosa espontaneidad el agua que caía del cielo y la alegría de los cuerpos reunidos en aquella suerte de compartimiento de la Naturaleza, sin noción de otra cosa que no fuera su propio baile. Una danza ensimismada dentro del círculo mágico que cubría el entorno de la iglesia que los cobijaba.