Carlos admitió para sí que su propuesta de viaje tuvo el carácter de apresurada e inoportuna. Carmen no se había negado, sólo había desplazado la respuesta hacia un rincón neutro del cual él no sabía cómo extraerla de nuevo ni para qué: si para retractarse, para replantear su oferta o para desecharla; pero, con respecto a esto último, la verdad era que Carmen tampoco había dicho que no. Carlos comprendió que temía demasiado perderla y eso le hizo sentirse débil; porque ella había conseguido neutralizar la propuesta sin desdeñarla, le había colocado fuera de sitio. No sabía si irritarse y dar un portazo o, lo que peor le sonaba, mantenerse a la espera. Habían terminado de comer y ahora veía al maître, ya con su chaqueta de trabajo puesta, dar las últimas órdenes antes de disponerse a recibir a los primeros clientes. La verdad es que era aún muy pronto, pero ella dijo que tenía hambre, consiguió que la abrieran y los atendiesen y luego se había librado con habilidad del acoso de Carlos.

Estaba en sus manos. Dios mío, pensó, ¿cómo lo hace? Pero le producía una secreta admiración.

—Y ahora —dijo ella—, ¿cuál es el plan?

Carlos sonrió porque, preocupado y todo, decidió recobrar el sentido del humor que aún estaba de su parte. Así que tomó a Carmen de la mano, la alzó de la silla con un leve ademán y señaló el coche con los ojos:

—A la iglesia —dijo—. Pasamos por la iglesia.