Mariana había conseguido al fin comenzar la lectura de Our Mutual Friend y avanzaba de nuevo, tan subyugada como la primera vez que cayó en sus manos, surcando las aguas del Támesis en aquella barquichuela mugrienta y de ruin aspecto dedicada a una macabra tarea, cuando un escalofrío compartido con la pequeña protagonista del relato la distrajo.

—Es gracioso —se dijo, perdiendo de nuevo el clima de la lectura—, Lizzie con un cadáver en el fondo de su barca y yo arrastrando el mío. Y, encima, esta dichosa lluvia que nos va a acabar metiendo la humedad en los huesos. No se me ocurre un momento más oportuno para abrir la novela.

El desánimo empezaba a hacer presa entre la gente de la Villa y eso se notaba en el ambiente. Tantos días pasados por agua en plena temporada de vacaciones ahuyentaban a los turistas, a los que ahora se veía deambular de un lado a otro de San Pedro sin saber qué hacer ni adónde dirigirse, pero empapándose ya de desesperanza y, si aún no, empezando a preguntarse por qué demonios se les habría ocurrido ir al norte en vez de estar tumbados como lagartos bajo el sol de las costas mediterráneas, de las que, pensó Mariana, muy probablemente habrían huido el año anterior por la superpoblación que ahora echaban de menos a cambio de la seguridad de un sol de justicia. Pero la vida tiene algo de eso: buscamos en un lugar lo que acabamos descubriendo que está en otro; esa mirada última, ese reconocimiento tardío, es el peor enemigo de una persona feliz porque siempre está pendiente de la última noticia y de la última información, hasta tal punto que se olvida de sí misma. Tanta búsqueda de la felicidad inmediata da como resultado que no estamos nunca en el sitio adecuado y nos desquiciamos persiguiéndolo. Porque, continuó, hay cosas que se deben perseguir y otras que se deben aguardar. Y no es necesariamente más activo el que se mueve más, sino el que prueba a casar su ingenio con sus medios. En fin, concluyó, qué más quisiera yo que aprender a esperar lo que quiero en el lugar por donde va a pasar. Pero ¿quién hubiera sospechado siquiera que alguien decidiría matar a un Magistrado retirado en plenas vacaciones, cuando hasta los asesinos están disfrutando de ellas? Ya tiene que ser una necesidad imperativa para ponerse a ello en estas fechas, se dijo con buen humor, a pesar de todo.

Mariana cerró el libro y se acarició los labios con la mano. Necesidad. Deseo insuperable. Dios mío —pensó—, ¿dónde estás ahora, Andy?

El teléfono estaba sonando.

—¡Andy!