Juanita echó una mirada atrás antes de entrar en el cuarto de baño y comprobó con satisfacción que el resto de la casa, salvo la cocina, estaba hecho. Aunque llegó muy preocupada a La Cabaña, temiendo encontrarse con don Carlos de manera imprevista, ahora se alegraba de haber tomado la decisión de adelantarse. La verdad era que no estaba muy acostumbrada a tomar iniciativas por su cuenta en lo relativo al servicio (porque en cuanto a su vida, eso era otra cosa), lo cual la intimidaba hasta el punto de haber hecho el camino sumida en un mar de dudas y confusión. Curiosamente, no se le había ocurrido preparar una explicación sino que avanzó hacia la casa con los ojos fijos en el camino, como si cada paso que diera fuese no tanto un ánimo que se daba como un movimiento hacia lo irreversible. Después, si algo no salía bien, si don Carlos la mandaba de vuelta a casa, tendría que aceptarlo como viniera. Mala suerte. Pero la cuestión, lo importante, era llegar y ver.

Llegó, vio que no había nadie y entonces cambió de preocupación. Desde el momento en que cerró la puerta tras ella, luego de haber llamado largamente al timbre para asegurarse de que la casa estaba vacía, el objetivo inmediato era terminar cuanto antes y desaparecer. No se le ocurrió pensar que don Carlos quedaría perplejo al volver a casa y encontrarla limpia y recogida, pero quizá no pensó en ello debido a que él casi nunca almorzaba en La Cabaña y, de hecho, cuando ella llegaba por la tarde raras veces lo encontraba. En todo caso, coincidían al término de su jornada de limpieza y no todos los días.

En fin, que ahora se metió a limpiar el cuarto de baño y con eso ya sólo le quedaría la cocina; dada la escasa afición de don Carlos a pasar por ella, solía despacharla en dos patadas. Nada más ponerse, observó que el cristal que recubría la puerta del armarito del baño estaba lleno de churretones, como si le hubieran pasado una mano llena de grasa o algo pringoso, de manera que lo roció con el limpiacristales y empezó a frotarlo enérgicamente. Entonces oyó tintinear los frascos del interior, paró y abrió la puerta con suma precaución para comprobar si había alguno mal colocado. En buena hora se le ocurrió hacerlo, porque al instante de abrir se encontró con un frasco que le cayó en las manos; y era nada menos que el frasco de colonia de don Carlos, que debía de costar un buen pico.

—Anda que… ¡como para romperlo! —se dijo en voz alta.