Marta Abós dormía a pierna suelta y Sonsoles decidió bajar a hacerse una tortilla francesa y una ensalada. Había subido a su hermana desde el Arucas y la acostó tras convencerse de que no merecía la pena que ingiriese algo sólido hasta pasadas unas horas, hasta la media tarde por lo menos. Lo cierto, pensaba mientras batía los huevos en un plato hondo, era que esa vida loca acababa de sobrepasar, en su opinión, los límites de la decencia. Pensó también que cuando su hermana despertase, no ya del sueño sino de la resaca misma, ella sola recogería velas sin necesidad de mayor comentario. Había llegado a esa raya que no se puede traspasar y punto. Por otra parte todo el mundo tiene de vez en cuando, unos más a menudo y otros menos, la necesidad de perder la cabeza, pensaba; no el deseo sino la necesidad. Ella misma no fue una monja después de su divorcio. Pero lo de su hermana era tan repentino que Sonsoles se preguntaba por qué.
Echando una mirada al grupo no dejaba de advertir una curiosa coincidencia: Todos ellos solían pasar la mitad o la mayor parte de las vacaciones de verano sin sus hijos porque todos los hijos estaban en esas edades en las que, o bien los niños pasan una quincena de días en un campamento de verano, o bien se encuentran en régimen de intercambio o en colegios extranjeros practicando el idioma de destino, es decir, el único socialmente considerado en la España de fin de siglo: el inglés. Salvo los chicos Arriaza, que ya habían cumplido con la formalidad en el mes anterior y algunos otros de la colonia, así era el presente verano. Y los padres, de pronto, revivían, aunque a otro ritmo, los tiempos en que eran una pandilla de jóvenes profesionales recién casados o emparejados que aspiraban a divertirse sin tregua antes de someterse —o de que un descuido los sometiera— a las ataduras de la responsabilidad paternal.
Aunque quizá la palabra revivir fuera demasiado abierta para definir el estrecho margen de ocupaciones en el que se movían. Sonsoles no tuvo hijos y, cuando se divorció, no volvió a casarse. Esta posición le permitía observar y advertir. Y advertía que todos los miembros del grupo sin excepción ejecutaban una danza ritual veraniega repetitiva y monótona en cuanto a las acciones y algo más entretenida en lo referente a las conversaciones. Pero la ausencia de los hijos liberaba espacios y… responsabilidades. ¿Qué hubieran dicho los hijos de Marta, y Adrián, su marido, si la hubiesen encontrado en el Arucas esa misma mañana? Aunque también se le ocurrió pensar que tanto el padre como los hijos no se recataban a la hora de darle al alcohol. Sí, definitivamente, la pregunta estaba mal hecha. La pregunta correcta era: ¿Qué hubiese pensado de sí misma Marta si la llegan a encontrar arrastrando una media tajada a la hora del aperitivo en el Arucas, sin haberse acostado todavía?
Pero Sonsoles no tenía hijos y eso la ayudaba a observar de otro modo la reacción natural, neoadolescente, de muchos padres que se encontraban con todo el tiempo por delante para ellos solos y se entregaban al sistemático incumplimiento de los horarios por los que regían o pretendían regir al clan familiar. La ausencia de los hijos los dejaba desconcertados observando cómo la organización de vida que les ocupaba de la mañana a la noche se desajustaba o desaparecía —según cada cual— delante de sus ojos y los dejaba frente a un espejo que reproducía la realidad de sus años y un espacio vacío alrededor: el territorio de los deseos y la tentación de recuperar el tiempo entregado a la causa. Y también advertía que, antes que tomar decisión alguna, se dejaban llevar, sin más, por la situación.
En el círculo más cerrado, la excepción quizá fuera Ramón Sonceda, porque era un nuevo rico cuya insaciabilidad pasaba por encima de toda convención, cuya idea del hogar era sólo la de algo que sirve para mostrar lo conseguido antes que el lugar de desarrollo de una vida de familia. No era mala persona, en opinión de Sonsoles, pero sólo existía guerreando y moviéndose de un negocio a otro. Por eso tampoco podía parar quieto en ninguna fiesta, siempre cambiando de lugar, siempre de un corrillo a otro sin hacer pie en ninguno, sobre todo si se trataba de sus propias fiestas. Y los cinco hijos y la madre —eran cinco, lo que denotaba la carga de su origen—, cada uno a su manera cumplían con el papel de enmarcar al padre y sacar la mejor tajada posible de su condición de súbditos. Y aunque fuera objeto de bromas en el círculo íntimo, a Sonsoles le hacía gracia la mezcla de astucia y primitivismo que acompañaba al ascenso social de aquel hombre.
Sí, fue en la fiesta de inauguración del verano de Ramón donde Sonsoles tuvo que percatarse del cambio de actitud de su hermana, moviéndose como si de pronto se sintiera otra entre la multitud, una mujer nueva y recién llegada, libre de ataduras y conocimientos previos, perdida en una fiesta de desconocidos a la que hubiera acudido con el deseo de resarcirse de una temporada de encierro. Ésa era la impresión que recibió Sonsoles ante el comportamiento de su hermana, pero fue una impresión a posteriori, una impresión que, posiblemente, recogió de manera instintiva, pero que no la formalizó hasta que otro acontecimiento la hizo recordar y reflexionar. Porque en la segunda fiesta de Ramón, la relajación innecesaria y un tanto incomprensible de Marta ante la rijosidad del Juez Medina le abrió los ojos a Sonsoles y empezó a preguntarse por el sentido de aquella fase que su hermana estaba atravesando.
¿Qué le contaría el Juez? ¿Qué se contarían ambos? Allí instalados los dos en el sofá, llamando la atención de la gente sin importarles un pito, hasta el extremo de que el mismo Carlos Sastre, que era un tranquilo, tuvo que llevarse a los Arriaza y a los Pita un poco más allá para evitar escuchar sabe Dios lo que estuvieran diciéndose. Y ellos ni se inmutaron ante el movimiento de sillones que debieron organizar para garantizarse una distancia discreta. Luego le preguntó a Carlos, haciendo un esfuerzo que le resultaba violento, por su hermana, pero él prefirió olvidar elegantemente aunque a Sonsoles le quedó clara la sensación de que no se trató de una conversación muy edificante.
¿Por qué?, se repetía Sonsoles, con su tortilla ya hecha y la ensalada aliñada, mientras Marta seguía sin dar señales de vida activa en su dormitorio. En todo caso, esta vez sí que iba a hablar con ella, aunque no fuera partidaria de intervenir en las vidas de los demás. El tiempo no había mermado la confianza entre las hermanas y Sonsoles estaba dispuesta a comprender cualquier flaqueza o extravío temporal. Ahora bien, Adrián regresaría en una semana a lo sumo y ése era el tiempo del que disponía ella para averiguar el grado de intensidad del desvarío de Marta y, sobre todo, el origen. Un rapto pasajero no importa, pero el movimiento de abajo arriba de una erupción podía ser devastador para el entorno inmediato. Y los hijos regresaban también a mediados de mes. En fin, que ya no había tiempo que perder.