Carlos volvió a recrearse por enésima vez en la belleza de Carmen. Cada vez que la miraba le parecía aún más fascinante que la anterior. No es que fuera una belleza canónica; su belleza consistía sobre todo en una manera especial de ser y estar y de moverse y de mirar… y sobre todo de mirarle a él; aquel candor; entonces era cuando sus rasgos se embellecían de manera singular. Porque ahí residía una parte muy importante de su encanto, en el hecho de que le hacía sentirse muy bien. De algún modo, le transmitía que todo aquello que él admiraba en ella estaba dedicado a él y sólo a él; le hacía sentirse tan bien, tan a gusto consigo mismo que pensaba si no estaba cayendo bajo el poder del hechizo de una especie de bruja adorable. Pero aunque así fuera, su sentimiento decía que la magia estaba en él porque eso se lo concedía ella. Evidentemente, Carmen Valle poseía la gracia impagable de hacer sentirse importante a un hombre. Lo cual no le molestaba ni le creaba suspicacia sino, muy al contrario, le complacía mucho.

Estaba dispuesto a proponerle que continuaran sus vacaciones en otro lugar. Desde que pensó en ello, fue meditando cuál era la propuesta que deseaba hacerle, si un lugar bullicioso o un lugar solitario y perdido. Unas veces se inclinaba por el color de la fiesta, por la algazara de la diversión y otras, por una intimidad apasionada y excluyente. Pero al final optó por dejarle la decisión a ella. Deseaba la intimidad, mas el día a día puede llegar a tener demasiados espacios muertos; le alegraba la idea de compartir la fiesta, mas temía la irrupción de la multitud. Y, a fin de cuentas, en el estado de ánimo en que se encontraba, la duda le parecía un estado tan delicioso que aún no se decidía a compartirlo con ella.

Sin embargo, apenas la soledad se adueñaba de él, lo perseguía la sombra del crimen. Cada vez estaba más lejos de contestarse a la pregunta sobre la verdadera razón de la muerte del Juez porque esta muerte le estorbaba de tal modo que se había extendido como un velo ominoso que lo envolvía en los peores momentos, casi sentía su tacto sobre la piel y a veces se agitaba él solo como si quisiera rasgarlo. Además, ¿qué importaba ya la razón? Fuera la que fuere, el mal estaba hecho. El mal. Se sorprendió. Por primera vez lo llamaba el mal.

Carmen regresaba a la mesa y sus negros pensamientos últimos se agitaron con la misma soltura que su ligera falda y se disolvieron en los pocos segundos que ella tardó en alcanzar su silla y sentarse haciendo un delicioso gesto de interrogación.

—¿En qué has estado pensando en mi ausencia?

—En ti.

—No te creo.

—De acuerdo. En los dos.

—Oh —le gustó el destello de sus ojos—, ¿has hecho planes?, ¿para nosotros dos?

—Estaba pensando.

—Pensando —repitió ella, como si se tratara de algo decepcionante.

—Pensando en proponerte que huyéramos juntos.

Algo cambió en los ojos de Carmen. Carlos tuvo la percepción brevísima de que la idea la sorprendía, quizá que la disgustaba. Entonces tuvo miedo y cambió bruscamente la mirada.

—¿No te parece un poco repentino? —preguntó ella. Su tono volvía a ser el del trato encantador—. Precipitado.

—No sé —Carlos titubeó—. ¿A nuestra edad, precipitado? —supo de inmediato que el comentario se prestaba a una mala interpretación, mas no pudo detenerse a tiempo.

—Sí, a nuestra edad —comentó Carmen con un último acento de reproche por recordársela, o así le pareció a él.

—¿Quieres decir que no estamos para locuras? —de nuevo se mordió los labios. La conversación no podía ir peor. ¿Por qué había tenido que sacar a relucir el asunto, cuando lo que él pensaba era plantearlo a lo largo del almuerzo, paso a paso, entre bromas y veras, hasta que captase el momento de convertir el juego en una propuesta formal? Un hombre viejo y grueso de cuyos labios colgaba un puro que se sentaba de espaldas a ellos le recordó por un momento la figura del Juez Medina. Carlos Sastre se maldijo mientras temblaba interiormente.

—Y… —Carmen se dirigió a él con la mejor de sus sonrisas—. Pareces enfadado, ¿pensabas en algo en concreto?

—No —Carlos trataba de rehacerse a toda prisa; quizá quedase un hueco por el que colarse al otro lado del mal paso—. La verdad es que no lo he pensado porque… no hubiera sido capaz de decidirlo sin ti.

—Vaya, qué encantador.

—Carmen —tomó sus manos con las suyas, bruscamente—, quiero estar contigo y sólo contigo. Lejos de aquí, de este ambiente, de mis amigos y los tuyos, del maldito Juez Medina, de La Cabaña, de la lluvia…

—Para, para… —Carmen reía. Se había soltado de él y ponía sus manos como topes ante el arrebato de Carlos—. Para, porque te veo dispuesto a raptarme ya mismo, sin haber empezado a comer —reía y estaba halagada, muy halagada; y quizá algo nerviosa, le pareció a Carlos.

—¿Qué me dices?

Carmen fingió un gesto de seriedad, buscó en su bolso y extrajo un pañuelito blanco con el que se acarició la nariz.

—¿Te parece que pidamos algo? —el maître, en camisa, pues a aquella hora de la mañana apenas si habían empezado a encender la cocina, e incluso las mesas del comedor aún estaban a medio poner, acababa de situarse junto a la mesa preparada en un voleo para ellos. Carlos, desconcertado, abrió y cerró la carta, miró a Carmen, que se había puesto muy seria a estudiar la suya y, por fin, despidió al maître sugiriéndole que volviera pasados unos minutos.

—Si quiere usted que le diga lo que tenemos hoy fuera de carta —aventuró el otro sin inmutarse. Carlos estuvo a punto de asestarle una mirada asesina, pero lo contuvo la voz de Carmen.

—Sí, por favor —dijo ella.

Mientras el maître iba recitando Carlos iba olvidando, de manera que al final pidió lo mismo que Carmen sin enterarse bien de lo que era, como si se tratara de un exorcismo para alejar al empleado cuanto antes.

—¿Qué tomarán para beber? ¿Agua? ¿Vino?

(—¡Mierda! —gritó Carlos para sus adentros.)

—Yo sí tomaré agua. Sin gas, por favor. Carlos —se dirigió a él con una nota de deferencia que sonó algo afectada—, elige tú el vino, ya sabes que me encanta.

—¿Tienen carta de vinos? —preguntó con sarcástica desconfianza.

—Por supuesto, señor. Ahora mismo se la traigo.

Carlos levantó sus ojos suplicantes hacia Carmen. Ella se inclinó hacia atrás emitiendo un débil gemido que él no supo interpretar y de inmediato recuperó su posición mientras adelantaba su hermoso rostro hacia él. Carlos descubrió entonces el brillo exagerado de sus ojos y ella se cubrió la boca con las manos como si tratara de contenerse, pero en realidad se estaba riendo. Reía sin poderlo evitar, una risa franca y abierta, y Carlos comprendió que se estaba divirtiendo, que la escena la había divertido enormemente pero, sobre todo, que parecía haber alejado la conflictividad de la conversación.