Dora estaba mirando por la ventana mientras se secaba las manos con un paño de cocina cuando pensó en don Carlos.
A Dora, don Carlos siempre le pareció una persona chocante. Los señores lo apreciaban mucho, pero era chocante, ahí tan solitario y viviendo a su aire. Suspiró y agitó el paño para alisarlo y colgarlo. ¿Por qué se había acordado de él así, de repente? Ah, sí, se dijo, por lo de chocante. Lo era tanto como para encender la chimenea un día de calor horroroso, el peor de todo el verano, ella estaba segura de que no volverían a tener un calor tan agobiante en todo el resto del mes. ¿Qué estaría haciendo? ¿Quemar algo?… Ni por ésas encontraba una explicación razonable. ¿Qué día fue? Se puso a pensar y a hacer cuenta atrás. Sí, estaba segura: fue el mismo día que mataron al Juez; ése fue el día del calor, no lo olvidaría fácilmente.
Y a don Carlos no se le ocurrió cosa mejor que ponerse a caldear la casa ese día. Dora no podía dejar de pensar en ello mientras volvía a mirar por la ventana de la cocina en dirección a La Cabaña. Porque fue un humo de chimenea el que apareció tras la arboleda que ocultaba La Cabaña a su vista, no un humo de quema de hierba.
Hasta que, de repente, se le ocurrió una respuesta a su pregunta, una respuesta tan grave que, instintivamente, le hizo llevarse las manos a la boca para ahogar una exclamación.