—Mira, Fernando, yo creo que esta historia ya nos ha amargado el verano. Y la verdad es que me hace muy desgraciada porque, encima, acabas pensando si gente que conocemos bien y que son como nosotros no habrá cometido un crimen que es más propio de bestias que de personas. Porque no me digas tú a mí que lo de degollar a alguien…

Fernando suspiró sin decir nada. La marcha del asunto estaba tejiendo una pequeña, aunque intrincada, red de incomodidades, la cual, paso a paso, amenazaba con llegar a convertirse en un conflicto que, como bien estaba diciendo Ana María, afectase a las vacaciones del verano y a la colonia de veraneantes en su conjunto. De hecho, consideraba que la actuación de la Juez no estaba siendo demasiado correcta, pues ella era la responsable de haber extendido una vaga sospecha general sobre la colonia que pudiera estar convirtiéndose en origen de un conflicto mayor: un soterrado distanciamiento entre veraneantes y vecinos de la Villa que nunca llegaría a mayores ni a aflorar más allá de los sentimientos, pero que por eso era tan peligroso; ésos son los asuntos que se enquistan y después nadie sabe la clase de tumor que pueden llegar a desarrollar. Y, sin embargo, tenía la sensación de que tal vez la actitud de Ana María, siempre con tan buen sentido, no contemplaba la inevitabilidad del asunto. Porque, quisiéranlo o no, un crimen se había cometido y era imposible dar marcha atrás en eso. La alarma (¿se la podía considerar así?, ¿no estaba siendo alarmista en exceso?) que se estaba extendiendo como un banco de niebla, es decir, envolviendo a todos y a ninguno en concreto, tanto desde el interior como desde el exterior, sobre la gente de la colonia como sobre la gente de la Villa, humedecía las conciencias y las emociones de cada uno y quizá acabase difuminando las relaciones entre todos, no de un modo definitivo, claro está, pero sí en un cierto grado. A nadie le gusta sentirse imbricado en un tejido de sospechas en torno a un crimen tan… sí, tan bestia, como decía Ana María.

—Porque, Fernando, las cosas como son: todo el día estamos con el mismo tema. Yo, la verdad, me he sentido muy a disgusto en el aperitivo y muy incómoda. Y eso que estábamos los íntimos. Pero, claro, con este clima de sospechas y de incertidumbres en el que ya no sabes ni qué pensar de gente que conoces de toda la vida, tú me dirás; en la Villa se nos mira mal y con malicia… o se nos acabará mirando así; en fin… —Ana María hizo una pausa—. Fernando, no comes nada; ¿estás oyendo lo que te digo?

—Sí, Ana, sí. Te estoy oyendo. Y estoy pensando al mismo tiempo. Las dos cosas. Y ya he terminado con el plato, no tengo gana de más, no te preocupes.

Pensaba que el modo de hacer crecer la sospecha es sospechar de los demás, extender inconscientemente la duda como un reflejo defensivo para desviar lo que se considera un error incómodo, una fatalidad incluso. Eso era lo que estaba ocurriendo. Primero: la sorpresa y el morbo; después, la emoción de estar viviendo una situación extraordinaria; y ahora, la inquietud y el deseo de desembarazarse de lo que se había tomado por la anécdota del verano. Pero si el error fue entrar en ello, ¿podía haber sido de otro modo?

—Y la Jueza esa, por muy amiga de Sonsoles que sea, me parece a mí que está haciendo un poco el indio —dijo Ana María mientras hacía sonar la campanilla de mano para reclamar la presencia de Dora.

—Anita, por favor, no te pongas como Elena.