Por un momento, Mariana pensó en Andy. Le sorprendió porque no solía entremeterse en mitad de su trabajo, pero esta vez ocurrió. Sus pensamientos volaban a menudo hacia Andy en los momentos de descanso en soledad, sobre todo por la tarde o noche, cuando se retiraba a casa, mientras preparaba la cena o a la vuelta de alguna cena. Esos momentos de intimidad reclamaban con facilidad el recuerdo, la nostalgia, también el deseo. Pero así, de pronto, levantando papeles, esperando a Carmen y rondándole la cabeza una idea con la pesadez de una mosca otoñal, de esas tontas, descuidadas e insistentes, la repentina aparición de Andy le desconcertó y sus pensamientos tomaron un nuevo rumbo, hacia las islas Británicas en concreto.
Lo estaba echando de menos en los últimos días y no quiso descartar la idea de que la evocación estuviera relacionada con el caso que tenía entre manos porque, a medida que éste avanzaba, despacio, pero avanzaba, sus deducciones la estaban encaminando en una dirección y hacia un entorno que resultaba, como poco, incómodo y, como mucho, peligroso. La muerte del Magistrado había tenido repercusión en toda la prensa nacional; al entierro, afortunadamente en su lugar de origen, acudió mucha gente de importancia y mucha prensa también; lo pasaron incluso por la televisión; el Fiscal estaba encima de ella y si concluía el otro asunto pendiente se personaría de nuevo en la instrucción; de hecho no dejaba de telefonearla y pensaba estar de regreso en un par de días más; y menos mal que tanto el entierro como el funeral se celebraban en la patria chica del Magistrado, adonde se lo habían llevado los dos hijos, que acudieron a hacerse cargo del cadáver; de manera que la conmemoración en San Pedro del Mar por decisión de sus convecinos fue una misa por el eterno descanso de su alma y punto. En fin, se trataba de un caso a resolver o, dicho con más propiedad, de una instrucción a cerrar y sentía sobre sus espaldas la exigencia de un trabajo que desembocara en una inculpación clara; cuanto antes, mejor. Y, además, todo ello la debía estar afectando de alguna manera especial, porque la imagen de Andy se había colado entre sus ocupaciones, con lo que pensó que debía andar necesitando algo más que un cariñoso apoyo.
El cariño, pensó al ver entrar a Carmen Fernández por la puerta, lo tenía cerca. Pero, continuó pensando, hay apoyos que son únicos, incluso para una mujer tan grande como ella, como solía decirle Andy mirándola de arriba abajo cuando se recostaba a su lado pues, y eso que él le sacaba casi diez centímetros, era tan flaco que parecía un enclenque a su lado. Un enclenque tan firme, sin embargo, y tan acogedor, pensó.
—Buenos días —saludó alegremente Carmen—. ¿Hay novedades de importancia?
—Buenos días. Hay novedades circunstanciales —respondió Mariana cruzando las manos bajo la barbilla.
—Es decir, que no tenemos a quién cargarle con una buena inculpación —dijo Carmen—. Lástima. Nos vendría de miedo.
—Mira que eres descarada —dijo Mariana—. Espero que no te oiga alguien por ahí y tengamos un disgusto.
—Ay, chica, es mi manera de hablar, qué quieres que te diga. Pero, a ver, ¿qué tenemos?
—Tenemos bastante trabajo, porque esta historia nos está quitando demasiado tiempo. Tenemos, compartida por el capitán López, la convicción de que el autor del crimen vive aquí y ha estado desperdigando los materiales del delito en un radio amplio, pero provincial. Apareció otra pieza de la navaja, una de las cachas, en dirección opuesta a la primera y eso aclara mucho. Tenemos la convicción de que huyó por el bosque y salió de él por un punto determinado para dirigirse a la zona residencial, no a la ría y sabemos por la orografía del terreno que es mucho más fácil de lo que parecía pasar inadvertido. Tenemos que debió planear con buen cuidado el crimen, entre otras razones porque estudió a la perfección la vía de escape. No tenemos un motivo, aunque me guardo ciertas sospechas hasta que pueda comprobar un dato que, de ser determinante, dirigiría el suplicatorio en una sola dirección. No tenemos culpable, aunque hay coartadas rotundas y otras que no se pueden establecer porque aquél fue un día en que todo el mundo estaba sesteando por el calor, lo que revela el egoísmo innato de la gente. Porque, me pregunto, ¿qué les costaba haber estado mirando el paisaje de vez en cuando, al menos hasta que pasara ante sus ojos somnolientos un tipo con una navaja en la mano chorreando sangre?
Carmen la miró asombrada.
—Y tú eres la que me dice a mí que tenga cuidado con lo que hablo.
Luego, con un espontáneo gesto reflexivo, añadió:
—¿Cómo sabes que era un hombre?
—Tienes razón. Pudo ser una mujer.
Se produjo un silencio. Ambas meditaban.
—Hay un salto, ¿verdad? —empezó a decir Carmen—, entre las evidencias circunstanciales y la figura del asesino. Hay algo ahí que nos falta…
—Nos faltan pruebas. Tenemos abierta la vía de indagación en el tiempo, en busca de un motivo, y tenemos abierta la paciencia infinita de los de la Brigada para recoger datos, pequeñas cosas, que, estoy segura, nos van a llevar a algún descuido del criminal que lo identifique.
—Porque tú sigues creyendo que alguien lo vio.
—Sí. Alguien que no sabe que lo vio, ya te lo dije. Es más, seamos precisas: alguien que no sabe que lo que vio señala al asesino. Yo, en efecto, he perdido la esperanza de que el criminal haya sido visto a continuación del crimen. Ahora bien, tengo la absoluta convicción de que hay elementos, hechos, o lo que sea, que le señalan y que alguien los ha visto, por más que no lo relacione con el caso, y no me cansaré de insistir en esto. Lo que también me pregunto es de qué modo podríamos agitar las aguas para que eso salga a la superficie, cómo empujar al testigo, o testigos, a que asocien su visión con la muerte del Magistrado. Entonces verán al asesino. O nos permitirán verlo a nosotras.
—Pues sí que estás confiada.
—No, Carmen. Desgraciadamente no estoy confiada sino todo lo contrario. Este asunto está empezando a ponerme nerviosa y el hecho de que la víctima sea un Magistrado con bastante tradición hace que demasiada gente —señaló hacia arriba con el dedo— se esté poniendo más nerviosa que yo y me empiece a atosigar.
—¿Ya?
—De alguna manera, ya —respondió Mariana—. Pero lo peor no ha empezado todavía.