—¡Querido Carlos! —exclamó Ramón—. ¡Aquí nos tienes esperándote!

Carlos avanzó sonriente entre las mesas mientras se despojaba de la indumentaria que lo protegía de la lluvia. Sí que era el último, pues hasta los Arriaza se le habían adelantado.

—Detecto algo en el ambiente —comentó Carlos después de tomar asiento.

—En efecto —dijo Ramón—. Es la excitación de la caza.

—¿De la caza? —preguntó Carlos aparentando gran sorpresa.

—De la caza del asesino. Lo que os dije a los dos esta mañana.

—¿Os dije? ¿A quiénes? —preguntó encantado Juanito.

—Juanito… —la voz de Elena sonó tan suave como tajante.

—Ah, ya recuerdo —dijo Carlos con gesto de fastidio—. La jauría humana, ¿no?

Ramón Sonceda se giró totalmente hacia él y le observó con desconfianza. Sin duda vacilaba respecto a cómo tomarse el comentario de Carlos.

—¿Qué quieres decir con eso de jauría? —aventuró.

—No creo que lo sepas. Era una película bastante impresionante, La jauría humana. En fin, sólo es un comentario.

—Bueno, ¿y por qué tienes que hablar ahora de la película? —insistió Ramón, que no estaba dispuesto a retirarse de la conversación hasta que, en su opinión, quedase bien justificada a los ojos de los demás.

Carlos paseó la mirada por todos los contertulios y luego miró a Ramón Sonceda.

—Es que trata de un grupo de vecinos que se reúnen para perseguir a un presunto asesino y acaban todos volviéndose medio salvajes.

Ramón dedicó unos momentos a deglutir lo que había escuchado. Luego dijo:

—¿Y eso es lo que crees que nos va a pasar?

—No —contestó Carlos con serenidad—. En realidad, lo que quería decir es que dejemos a la policía hacer su trabajo, que no es el nuestro. ¿O es que a ti te han molestado en concreto?

Ramón se desconcertó.

—No. No me han molestado. Pero… —buscaba las palabras—, pero es muy molesto que anden indagando entre nosotros, ¿no? —concluyó, dirigiéndose a todos.

—La verdad es que no tiene mucha importancia —empezó a decir Fernando Arriaza— que nos hagan algunas preguntas. Es natural. Yo mismo sugerí a la Juez que el asesino podría ser cualquiera que viva en San Pedro.

—Sí, pero yo digo entre nosotros —protestó Ramón.

—¡Pues buena la hiciste, Fernando! —protestó a su vez Elena, mientras Ramón se expandía en su silla cargándose de razón.

—De acuerdo, no medí el alcance de mis palabras —se defendió Fernando—, pero es que era evidente. Ella misma lo estaba pensando ya. ¿No veis que es evidente que no era alguien de paso?

—Pero ¿qué estás diciendo? —Elena se indignaba por momentos—. ¿Que ha sido uno de nosotros?

—No, mujer —Fernando empezaba a maldecirse por haber abierto la boca—. Me refiero a todos en general, no a nosotros en especial. ¿Tú crees que yo estaría aquí tan tranquilo si sospechara de alguno de vosotros?

—Pues no sé —dijo Elena, siempre ofendida—. Supongo que tampoco nos lo dirías a la cara.

—Bueno, basta ya o va a acabar teniendo razón Carlos —dijo Ana María— con eso de terminar por pelearnos entre nosotros. Un poco de cabeza, que ya somos mayores.

El ambiente se distendió en seguida.

—De momento —dijo Carlos alzando el vaso de vermouth que acababan de traerle a la mesa—, brindemos por nosotros, una banda peligrosa, pero muy unida.

Todos brindaron entre risas.

—Y luego —continuó— yo aconsejo un poco de paciencia. Vamos a ver cómo sigue esto unos días y, si lo único que avanzan son las molestias, propongo —aquí se dirigió expresamente a Ramón— que uno o dos representantes de la banda se entreviste con la Juez y le pida explicaciones. Eso sí, con toda cortesía —Ramón Sonceda no pareció advertir esta última punta de ironía.

—¡Excelente! —dijo, dirigiéndose a todos—. ¡Muy buena idea!

Y volvieron a brindar mientras Carlos se apartaba arteramente con Carmen de la mano. Sonsoles Abós, que estaba con ellos, había fruncido el ceño ante la escena, pero todos lo interpretaron como un reproche velado o un gesto de fastidio hacia su hermana Marta, que, desde que se instalara en su silla, no había vuelto a abrir la boca salvo para solicitar un nuevo poleo doble. Sin embargo, lo que disgustaba a Sonsoles no era la coincidencia con la opinión de Mariana respecto a la estúpida iniciativa de Ramón Sonceda, sino la sensación, tan desagradable, de que quizá en torno a aquella mesa se sentaba alguien que sabía mucho más de lo que aparentaba; alguien que, en tal caso, podría estar en verdadero peligro. Y ahora entendía mejor las palabras de Mariana cuando le dijo:

—Diles que dejen esto a los profesionales y se busquen otras diversiones. Y, sobre todo, diles que no acosen al asesino.

Sonsoles pensó que, aunque no se constituyeran en club de detectives, el mal paso estaba dado y que alguien estaba ya avisado y al acecho. Alguien que podría volver a matar.