Pero ¿era ésa la verdadera razón? ¿Era la insoportable visión de aquel hombre disfrutando de la vida lo que le había llevado a matarlo? Algo en el fondo de su mente le decía que no; que ésa, o no era razón suficiente o, si lo era, no había sido la determinante. Era la desubicación progresiva de su razón lo que le estaba creando una intranquilidad que iba mucho más allá de la curiosidad, al otro lado de cualquier justificación. Buscaba algo más, se preguntaba algo más.
Avanzaba muy despacio hacia San Pedro porque un viento racheado arrojaba la lluvia contra el parabrisas y encendió las luces de cruce. Siempre bajaba andando, aun con lluvia, pero a esta hora del aperitivo el tiempo lo había puesto imposible. Y, mientras progresaba con lentitud hacia el Arucas, daba vueltas al pensamiento que se había instalado en su cabeza deambulando por el salón de La Cabaña: ¿Por qué había matado en realidad al Juez Medina?
Pues, en definitiva, cada vez más se instalaba en él el sentimiento de que era aquel hombre quien, con su muerte, lo había atrapado en realidad a él, a Carlos. Si irrumpió en su vida una vez, había vuelto a hacerlo otra. Pero ésta resultaba ser semejante a un pecio aparecido en superficie tras el hundimiento de la vida del viejo Juez. Por eso se preguntaba tanto, porque necesitaba la última razón, la que justificaba el riesgo corrido y el que aún podía correr. Por esa puerta se le había colado dentro el abatimiento, la desidia que sintiera tan sólo una hora antes, al caminar sobre sus propios pasos por el salón una y otra vez como un animal enjaulado. En definitiva, el mundo se le había echado encima durante el rato transcurrido entre que dejara a Carmen en casa de los Muñoz Santos y el momento en que decidió bajar a tomar el aperitivo. No podía consentirlo.
Pero, por más que se devanaba los sesos, tampoco acertaba a encontrar otra explicación que el súbito arrebato en que cristalizaron el asombro y la ira al reconocer al Juez y la furia que siguió —y le costó un esfuerzo indecible dominar— porque en aquel momento supo lo que era aquello de hervirle a uno la sangre en las venas. Pero ¿qué podía importarle a estas alturas la vida de aquel viejo decrépito? ¿Acaso la altanería con que se permitía seguir viviendo sin asomo de culpa, sin otra manifestación de amor a la Justicia que el amor a sí mismo? Antes, apenas había reparado en él, aunque reconocía en sus gestos y en sus ademanes la figura del autoritario, del implacable.
Y, sin embargo, un impulso súbito era la peor de las motivaciones para acometer cualquier acto, pero en especial un asesinato. Ahora lo veía con claridad después de los días en que —eso también lo veía con claridad— ocultó cualquier reflexión tras las nubes de euforia a las que lo subió el éxito de su determinación. Eso en primer lugar, pero a continuación se introdujo en el idilio con Carmen Valle como en otra nube y sólo ahora veía el crimen, y su situación personal, a la luz de esta realidad que había llegado para herirlo en un día gris y tormentoso, justo tras la primera noche que pasaron juntos Carmen y él.
De todos modos, quería suponer que el abatimiento no era más que una reacción al estado de euforia y no el peso de un acto —el asesinato del Juez Medina— que lo convertía en un asesino a los ojos de la sociedad y para el que no encontraría piedad ni entre los más íntimos de sus amigos. Quizá por eso la llamada de Ramón Sonceda, cuando se lo cruzaron esa mañana, a formar un grupo de caza al asesino fuera la verdadera causa de su caída de ánimo. No le divertía nada la situación de tener que empezar a llevar cuidado con todo y con todos para no traicionarse. Eso era lo peor que podría ocurrirle; ese progreso hacia la histeria lo empujaría a delatarse más pronto o más tarde.
Y estaba Carmen. Se encontraba tan feliz con ella, tan a gusto, tan relajado y tan excitado a la vez que intuía que éste no era un encuentro cualquiera sino algo de mucho más calado. Sólo por eso lamentaba ahora haber dado muerte al Juez, porque lo colocaba en el peor de los escenarios en una situación de extrema debilidad. No iba a ser fácil mantener varios frentes a la vez; es más, sabía que no podría soportar esa presión múltiple. Por eso tenía que salirse del abatimiento, ahora lo comprendía, porque necesitaba alejarse cuanto antes de ese estado de ánimo que, a medio plazo, podía llegar a perderle. Carlos, ahora mismo, estaba fuera del conflicto: tenía una coartada perfecta y nadie se fijaba en él. Ahí también debía cuidarse de su propia confianza. ¡Era tan fácil caer en un descuido! Si escapaba con Carmen, ¿quién iba a pensar en él a la hora de buscar al asesino? Era una salida por amor… y él salía de escena con toda limpieza. Nadie podría relacionarlo con el Juez Medina, pero menos aún si ni siquiera estaba presente. Carlos confiaba en que la Juez de Marco acabaría cerrando el caso. Era un problema insoluble, sencillamente insoluble.
Pero, mientras daba vueltas por las callejas de alrededor de la plaza para aparcar el coche, la pregunta volvió a colarse entre sus pensamientos: ¿Por qué mató, en realidad, al Juez Medina? Pues cada vez se sentía más extrañado de esa muerte y era imperioso que la hiciese suya de nuevo para poder eliminarlo definitivamente.