Juanita colgó el teléfono, desconsolada. En el bar Arucas le confirmaron que don Carlos Sastre no estaba allí y en La Cabaña no atendían la llamada. Se devanó los sesos tratando de adivinar dónde estaría ahora porque necesitaba hablar urgentemente con él.
Quería la tarde libre y para conseguirlo debía adelantar la hora de trabajo, pero no se atrevía a hacerlo sin el permiso expreso del señor. En primer lugar porque había oído algo a una compañera sobre el señor y una señora de Valle Castañares, pero, sobre todo, porque ella no era tonta y se había dado bien cuenta de que por La Cabaña había pasado una mujer. Como no era asunto suyo, le daba igual, porque en esto era una muchacha franca y abierta; sin embargo, sabía bien que en estos casos lo importante era no molestar. Por eso buscaba a don Carlos. No quería ir a su casa y encontrarse con alguna sorpresa. Pero, si no daba con él, perdería la romería del pueblo de al lado, que estaba en fiestas. Porque tiempo para llegar después al baile sí tenía si había alguien que la llevara, con lo que estaba lloviendo. Y a la romería de la tarde iban a acompañarlas, a ella y a dos amigas, dos mozos, de los cuales uno no sólo le gustaba sino que le parecía que a él también lo tenía interesado ella, y no estaba dispuesta a dejar pasar la oportunidad. Pero antes tenía que dar con don Carlos y pedirle permiso para ir a arreglar la casa antes de comer. Él solía comer fuera, así que no era una mala idea; sin embargo, tenía que encontrarlo y no se le ocurría dónde más buscar. Desesperada, volvió a marcar el número de La Cabaña. «Por favor —pensó como quien inicia un exorcismo—. Por favor, por favor, que se ponga al teléfono…».