El piano irrumpió enérgico en la habitación tras el acorde inicial de la orquesta; después ésta dobló simultáneamente las dos últimas notas y empezó a deslizarse despacio, como si esperase al piano que ya entraba de nuevo, lento y lírico, hasta que ambos se enlazaron en una corriente envolvente y sinuosa por el camino del tema central del allegro. Era el primer movimiento del Concierto en la menor de Schumann por Ansermet y Dinu Lipatti; una obra que Carlos Sastre escuchaba siempre que necesitaba protección, quizá porque le ayudaba a perderse en sí mismo en esos momentos en que el equilibrio del diálogo entre la orquesta y el piano se cortaba y el piano se sumía en su propio mundo interior; como hacía él mismo con los momentos de dificultad externa que le devolvían al episodio más terrible de su vida, que, aunque apartado a medias de su memoria, rebrotaba en su cuerpo al ser golpeado por la imagen del viejo Juez, como vibraban las cuerdas del piano al golpear las teclas el ejecutante.
El interior de La Cabaña seguía igual. Y seguiría igual hasta que Juanita llegase por la tarde porque ni siquiera se había molestado en volver a vaciar los ceniceros. De hecho, en este preciso momento él debería estar en el bar Arucas tomando el aperitivo, después tendría que organizarse un almuerzo, con otros o sólo con Carmen, y echarían la tarde, a pesar de la lluvia, en ir los dos a alguna parte hasta que Juanita adecentara la casa y la dejase dispuesta. Pero no se decidía a salir de su desidia y bajar a San Pedro sino que continuaba atrapado en una especie de atontamiento cuya función intuía más o menos que debía de ser la de detener el tiempo o extraerlo del mismo. Sin embargo, en paralelo sabía también que tendría que moverse, aunque no fuera más que acuciado por el hambre. De este modo se sentía con un pie en la vida real y otro en un ensueño semejante al limbo de los inocentes, un acuerdo muy equilibrado aunque, en realidad, permanecía en ese estado a la espera de que el equilibrio se rompiese por sí mismo, sin intervención suya, para tomar una u otra dirección.
Ése hubiera sido su deseo, pero, paradójicamente, la conversación entre el piano y la orquesta en el andantino del concierto le devolvió a una situación de clarividencia a la que no pudo resistirse. La verdad era que le aguardaban, que Carmen le esperaba en el Arucas con los demás, que Carmen estaba sólo allí y por lo tanto era allí donde debía acudir a buscarla y que la inacción era un veneno lento por el que no debería dejarse invadir.
Un escalofrío le devolvió también al mal tiempo, a la humedad que los rodeaba desde dos días atrás, a la incomodidad de un clima ceñudo y gris, a todo el aparato de botas, chubasquero y paraguas con que uno tenía que salir al exterior de la guarida. Porque lo cierto era que la quietud y la suciedad de la casa le habían creado una impresión de guarida y eso lo determinó a escapar al espacio abierto. Conocía y temía demasiado lo seductor de la protección de la guarida, su poder adormecedor de la voluntad. Voluntad era todo lo que poseía y estimaba respecto de sí mismo. Sin embargo, ¿por qué, después de tantos años transcurridos desde el tiempo del desamparo, la imagen de la guarida siempre lograba cogerle desprevenido, siempre lo atacaba cuando estaba en descanso, bien por cansancio, bien por abatimiento?
Se protegió contra el agua de la cabeza a los pies y, con paso decidido, salió de casa, cerrando sin echar la llave, y echó a correr hacia el coche, apurado por el agua que descargaba sobre él y por la hora que era. No se dio cuenta de que el concierto entraba en el allegro final y continuaba sonando para nadie en el interior de La Cabaña.