La lluvia no dejaba de caer. Desde la media mañana había comenzado a volcarse de manera regular sobre la Villa, había agrisado el cielo y el mar hasta confundirlos en la lejanía y saturaba la tierra, encharcaba las calles, corría por los canalones y escurría por los tejados con una constancia desesperante. La tertulia del Arucas, que se había tomado con el mejor ánimo la adversa climatología, empezaba a dar muestras de fatiga. Marta Abós se preguntaba qué demonios la había empujado hasta el Arucas justo esa mañana, cuando dudaba de que pudiera regresar a su casa sin una ayuda. Asistía impasible a la conversación, tratando de concentrarse, pero sin intervenir, pues intuía que el esfuerzo que habría de hacer no compensaba para nada lo que pudiera decir. A su lado, Fernando Arriaza le daba de cuando en cuando palmaditas en el brazo que ella mantenía rígido sobre el de la silla y lo cierto es que las palmadas la relajaban y lo agradecía en su fuero interno, aunque sólo lo manifestase la primera vez, como otorgando su permiso, con una ligera inclinación de cabeza. Fernando, a su vez, recogía el gesto de fastidio de su esposa con benevolencia porque sabía que no iba contra Marta sino contra el desorden temporal que ella ocasionaba con su conducta. No hubiera suscrito esa opinión Ana María, que consideraba con inquietud y malhumor el ataque de desenfreno, para ella inexplicable, de su amiga, y comprendía mucho menos la tolerancia de los hombres del grupo y aun de alguna de las mujeres, como parecía ser el caso de Carmen Valle. En esto, Ana María se acercaba mucho a Elena Muñoz Santos, que no había dudado en mostrar en privado su desaprobación hacia la conducta de las dos. Fernando Arriaza, en cambio, creía en la teoría de las compensaciones y entendía que en todo grupo debe haber representantes de actitudes diversas para que resulte de veras entretenido. Ana María participaba de esa opinión siempre que se tratase de asuntos secundarios del carácter. Elena, en opinión de Fernando, era, por demás, una mujer insatisfecha que hacía causa común con todas las desaprobaciones que manifestara su esposa. Sin embargo —pensaba el médico— no eran gente de mala intención, ni ellas ni nadie del grupo, y por eso los iba perdonando uno por uno a lo largo del verano de todos sus pequeños pecados de comportamiento, fueran canónicos o disparatados. Juanito Muñoz Santos, en cambio, apenas comenzado el veraneo, adoptaba un aire de beatitud, del que no se desprendía hasta el último día, que acababa siendo un referente para todos, una esponja inagotable imprescindible para pasarla sobre todo conflicto. Porque aquél era un mundo de pequeños conflictos, tan pequeños que un desenfreno tan llevadero como el de Marta o Carmen semejaba un acto de divismo.

Ramón Sonceda entró en el bar chorreando agua por todas partes seguido de su mujer y se dirigió apresuradamente hacia el grupo mientras se despojaba con dificultades del chubasquero.

—Queridos amigos —empezó a decir a la vez que tiraba de sus mangas y su mujer intentaba reordenar sus movimientos para liberarlo—. Queridos amigos, lamento llegar tarde. Ya veo que estamos todos, así que podemos empezar la operación caza al asesino sin más formalidades. Al grano.

—Falta Carlos Sastre —dijo López Mansur.