Carlos Sastre no se decidía a bajar a San Pedro. Sentado en la cama todavía deshecha, después de haber acompañado a Carmen hasta la casa de los Muñoz Santos, mirando la desolación de su casa sin hacer, comprendía que se estaba abandonando a sensaciones destructivas del mismo modo que comprendía que la obligación de ponerles freno era imperiosa; pero más cierto aún era que no albergaba deseo alguno en su interior de cortar su flujo. Sin embargo, el sentimiento dominante, el que permitía, además, que las sensaciones lo acobardaran, era de decepción. Finalmente, la muerte del Juez Medina le decepcionaba.
Ahora comenzaba a ver la situación como si el vaho que cubría una ventana, al esfumarse, mostrase con claridad lo que hasta ese momento sólo había sido una mancha imprecisa de colores y una suerte de percepción que le permitía dejar vagar la imaginación. Ahora, lo que aparecía en su mente era algo preciso, como un paisaje lleno de elementos reconocibles donde la visión de conjunto no impide que el ojo los aprecie también por separado con todo detalle. Así veía por fin la repentina decisión de dar muerte al Juez, la improvisada y audacísima ejecución, las medidas de protección, la dispersión de los objetos pertenecientes al delito —la navaja, las zapatillas, la vieja camisa—, las mismas razones de la muerte… todos los elementos confluyendo en un centro —ese acto de justicia personal— que poco a poco se empequeñecía sin remedio.
En realidad era lo mismo que esa mañana en la que uno recuerda las audaces ocurrencias de una noche de juerga y lo que entonces pareció ingenio y diversión a raudales se convierte al despertar y recordarlo en un suceso vergonzoso por el que uno queda a merced de los demás, del compadecido olvido de los demás. Sólo que, en este caso, el olvido era imposible, como era imposible echarse atrás. Todo dependía de que nadie supiese, pues, si no era así, no habría olvido ni salvación. En otras palabras: estaba atrapado por un acto de consecuencias ineludibles. Todo cuanto lo relacionase con él y lo identificase como el asesino sería su ruina. No sólo ruina económica sino, sobre todo, ruina personal, ruina moral, pues toda su vida se vería privada de sentido y todos los terribles esfuerzos realizados a lo largo de ella para no dejarse dominar por la adversidad no serían más un escudo entre la fatalidad que lo señaló con su dedo como el dedo de Dios señala la desgracia y la desesperación de un ser humano. Toda su vida habría sido vana y la fatalidad, finalmente, lo habría alcanzado. Dies irae, Dies irae.
Pero, además, otra idea estaba empezando a tomar forma en su mente y era ésta: que la muerte del Juez Medina sólo lo dañaba a él, a Carlos Sastre. En realidad, si lo analizaba con cuidado, la única razón por la que cometió el crimen fue por venganza, quizá, pero también por una extraña necesidad: la de no consentir que aquel hombre siguiera respirando, caminando, alimentándose y relacionándose con los demás impunemente. La idea de venganza tuvo que ver con el arrebato, pero el deseo de matar era más profundo. Un arrebato podría haberlo resuelto de otra manera, incluso llegando a las manos o a la ofensa pública, mientras que el deseo de aniquilar implicaba la muerte, sellaba la privación del derecho a la vida, que era lo que su sentido de la justicia exigía. Y, sin embargo, poco a poco, se abría camino en su mente el doble filo de una misma idea: que el crimen era insuficiente; es decir, que la muerte del Juez no le producía la satisfacción que esperaba y que, como el reverso de una moneda terrible, además le dañaba por fin a él, a Carlos, más que al hombre al que había privado de la vida y, por lo tanto, de la capacidad de sentir placer, pero también de sufrir.
Sí, la ejecución es un asunto frío y él había utilizado ese procedimiento en caliente, incluso cuando lo planeaba, después de la velada, con la máxima urgencia; cuando lo planeaba, de hecho, al calor de aquella velada. Entonces no se le ocurrió pensar que cuando un hombre priva a otro del derecho a la vida, le priva de todo. Esta idea de absoluto le remordía ahora porque se daba cuenta de que quizá no era eso lo que había deseado hacer; que quien sí estaba vivo era él y por eso debía protegerse, e incluso huir si fuera necesario, mientras que el Juez sencillamente no estaba y, por esa misma razón, era ya inatacable. Sin embargo, ¿quería o no quería matarlo? Ahora titubeaba, mientras un sentimiento de desmoralización se imponía a todos los demás. Sí, quería matarlo, pero no quería verlo muerto porque así todo había acabado y, en cambio, la desgracia seguía dentro de él; esta paradoja resumía bien su actual estado de ánimo. El resultado final, lo que le quedaba a él, era un gusto amargo, una progresiva decepción y el miedo a ser descubierto.
Porque, en efecto, por debajo de su cansancio y de su pesadumbre, había reconocido la sombra culebreante del miedo deslizándose bajo sus pensamientos.