Seguía lloviendo sin interrupción y Marta Abós llegó al Arucas cuando la tertulia del aperitivo había cobrado cuerpo y la conversación circulaba en forma de remolinos. Marta Abós era relaciones públicas para España de una conocida marca de cosmética y propietaria de uno de los chalets mejor situados de Valle Castañares. Su marido, Adrián, socio en la franquicia española de una cadena de tiendas de ropa de matriz italiana, aún no se había incorporado al veraneo debido a una sucesión de viajes de representación por la Costa del Sol. Los dos hijos del matrimonio pasaban el mes de Agosto íntegramente en una escuela de verano irlandesa. Su hermana Sonsoles estuvo haciendo memoria de la última vez que viera a Marta campando por sus respetos y no recordaba que le hubiera sucedido nada semejante estando casada. De soltera, sí; de soltera llevó una vida cuando menos mucho más animada que la suya; pero desde que se casó con Adrián —y lo hizo bastante pronto, antes de Sonsoles, que era la mayor— nadie dudaba de que había sentado la cabeza, que las frivolidades de la adolescencia le sirvieron de entretenimiento y de escarmiento a la vez y que la vida de casada le gustaba más que la de soltera. De manera que Sonsoles no encontraba antecedentes que pudieran explicar la súbita erupción de amor de Marta a la vida nocturna y por eso empezó ya a inquietarse días atrás al ver que, cuando una serie de coincidencias familiares dejaron sola a su hermana pequeña por primera vez en muchos años, ésta se mostrase tan dispuesta a no desperdiciar un día ni una noche de juerga. No llegaba a escandalizarse, pero le causaba inquietud lo inesperado de su conducta. Desde luego, Marta era una mujer locuaz y extrovertida en general, pero este verano parecía haber planeado minuciosamente el agotamiento de todas sus reservas físicas y psíquicas. No había noche que la encontrara en cama hasta poco antes del amanecer y muy a menudo el aperitivo en el Arucas lo convertía en su desayuno. Esa mañana, sin embargo, escondía lo que parecía ser una importante resaca bajo un sombrero de gabardina de ala ancha y tras unas gafas oscuras, pero no titubeó a la hora de pedir al camarero un poleo doble.
—Ayayay —exclamó Juanito Muñoz Santos a la mexicana.
Marta permaneció impasible, a la espera de que la conversación se recuperase en el punto en que la interrumpió su llegada.
—Pero yo digo —empezó Carmen Valle—: ¿Es posible que un asesino pueda pasar inadvertido en un lugar como éste?
—Puede, puesto que lo ha hecho —dijo López Mansur con tranquilidad.
—Oh, no. No —Carmen protestó con vehemencia—. No es posible. Alguien tuvo que cruzarse con el asesino, alguien tuvo que verle. Lo más seguro es que no tuviera pinta de asesino, claro. ¿Os imagináis, cruzarse con él? Brrr… —terminó imitando un escalofrío.
—O alguien se está tomando un vermouth con él en algún chiringo y no lo sabe —dijo Juanito alzando su vaso.
—Eso es muy emocionante, pero inverosímil —contestó Mansur—. A lo que se desconoce, no se lo aprecia. Las tuyas —añadió, dirigiéndose a Juanito— son lucubraciones propias de un narrador, no de un personaje.
—Bueno —comentó Juanito—. Me gusta. Me parece muy bien eso de ser un narrador —se complació en la idea, hasta que otra ocupó su lugar—. ¿Qué quieres decir exactamente con ser un narrador? —preguntó.
—El narrador es el que cuenta la novela —respondió Mansur.
—¿Eh? Ah, sí, desde luego —dijo Juanito; y volvió aún más complacido a la primera idea.
Marta Abós alzó y bajó la cabeza como si estuviera comprobando la articulación de su cuello y luego dijo, con una voz firme que desdecía de su estado:
—¿Lleváis mucho tiempo haciéndoos estas pajas mentales?
La sorpresa se pintó en todos los rostros. Elena fue la primera en reaccionar; la miró con gesto adusto y luego midió sus palabras:
—No creo que la resaca te siente muy bien, pero no nos lo hagas pagar, por favor.
—¿Resaca? —dijo Marta sin mover un músculo—. Ésa ya te la contaré. De momento, sigo completamente trompa.