Carlos abrió la puerta de su casa de un golpe. Estaba de pésimo humor. La casa presentaba el mismo aspecto descuidado con que la habían abandonado una hora antes, pero ahora le resultaba deprimente. El dormitorio, el salón, la cocina… todo tenía un aire macilento, un vaho de cansancio. También olía a cerrado. En un arrebato, abrió las ventanas una a una para ventilar y desahogarse. Unas horas antes lo llenaron de risas, de sudor, de ansiedad; ahora sólo quedaban las huellas y éstas le parecían fantasmas sucios y muertos: la cama deshecha, los restos del desayuno apilados en la cocina, los cojines en el suelo, los ceniceros llenos. Ésa era la cara del amor que le repugnaba, la más frecuente en su vida de soltero.

La corriente del aire que gobernaba ahora el recinto de la casa le alivió, sin embargo. No le agradaban estas malas sensaciones después de la noche pasada con Carmen y agradeció al tiempo que lo ayudara a desembarazarse de ellas. Vació los ceniceros, ahuecó los almohadones, acomodó tazas, platos, vasos y cubiertos en el fregadero. Después se sentó con desgana en una butaca y encendió por inercia un cigarrillo. Pronto empezó a notar el frío, pero no tenía ganas de levantarse.

La busca del asesino. De pronto sintió que una oleada de cólera le llenaba el cuerpo. ¡Ese estúpido de Ramón Sonceda! Todo estaba en orden, todo iba por sus pasos y había encontrado a Carmen. ¡Justo entonces tenía que salirle al paso la muerte del Juez! Hasta después de muerto seguía haciéndole daño, el hijo de puta.

El caso era que había dado por concluido el asunto, sin más; literalmente lo había olvidado. ¿Podría librarse de ello? Una vaga sensación, algo parecido al temor iba penetrando en él, un temor difuso, irreconocible, pero que estaba ahí, como esos días en los que uno tiene mal cuerpo. Quizá sólo fuera consecuencia de la agitada noche, pero ahora —había encendido otro cigarrillo sin acordarse del anterior— empezaba a hacerse preguntas. ¿Qué era eso de rastrear el crimen? ¿Acaso iban a convertirse en detectives todos los del grupo? ¿Y la Juez? ¿Y la Guardia Civil? ¿Qué estaban haciendo? De repente comprendió que había estado como en una nube desde el mismo momento en que Ana María Arriaza lo despertó de la siesta involuntaria en que se sumió tras cumplir con su propósito y, desde entonces, como si el sopor que lo tumbó se hubiera metido también en su cerebro, se diría que un velo lo separó de la realidad; un velo y el encantamiento de Carmen Valle. Definitivamente, acababa de despertar, de rasgar el velo, y, en medio del desconcierto, toda clase de preguntas y reflexiones se cebaban en él, se abalanzaban sobre sus sentidos recién despiertos como una nube de mosquitos. Por primera vez se preguntó qué estaba sucediendo afuera, más allá del encuentro entre Carmen y él, qué sucedía con sus amigos, de qué estaban hablando, qué pensaba la Juez, qué decía la gente en San Pedro, qué contaba la prensa. La vuelta al tiempo real la recibió como una bofetada en seco. Era el tercer día después de la muerte del Juez Medina. Un escalofrío le recorrió el cuerpo y entonces descubrió el cigarrillo a medio consumir en el cenicero. Se levantó de un salto y empezó a cerrar las ventanas una tras otra. Luego volvió a recogerse en la butaca. Pero tenía el frío metido dentro.