—¿Lo ves? —dijo la Juez de Marco—. En este lado de la ría el terreno es más ondulado y eso obliga al riachuelo a trazar un curso extraordinario, pues baja por la pendiente, llega al bosque, lo bordea y entonces cruza y recruza la carretera, ¿ves?, y se dirige a la ría para desembocar allí. Son las irregularidades del terreno, esas ondulaciones que, como verás, no se dan en la otra margen del río, las que lo obligan. ¿De acuerdo?

Estaban las dos, Juez y Secretaria, acodadas en el murete del aparcamiento del Juzgado, mirando hacia el interior del valle. Estaban bajo un paraguas porque había comenzado a chispear de nuevo, pero el viento, aunque no fuerte, hacía casi inútil el artilugio.

—De acuerdo —contestó Carmen Fernández muy interesada.

—Bien. La otra margen de la ría es más suave y continua y, por tanto, queda más a la vista. La parte de acá, en cambio, es más complicada. Desde aquí tenemos dificultades para seguir limpiamente una trayectoria por ese lado; una persona que caminase por ahí podría ocultarse, en bastantes tramos, incluso de nuestra vista y eso que estamos en alto. Mayormente, se volvería invisible a medida que descendiera el punto de visión. Ese amplio meandro que se ve obligado a hacer el riachuelo y que lo aleja de la ría para volver luego a ella por la misma vertiente, es un trayecto de huida muy protegido si se queda en la colonia o en Las Lomas, pero que te deja al descubierto en el trayecto que sigue hasta la Villa; por eso creo que el asesino no llegó hasta la Villa, aunque no es más que una hipótesis.

—Pero —arguyó Carmen, que de todos modos parecía fascinada por las explicaciones de Mariana— la cuestión no es que hubiese testigos que no vieron a nadie; es que no había testigos a esa hora en toda la zona.

—Cierto —admitió Mariana—. Pero el problema es que hemos buscado testigos que estuvieran con los pies en la tierra, no testigos que mirasen desde lo alto. No quiero decir con esto que los haya, sino que no los hemos considerado. Lo que yo me pregunto es: ¿alguien vio algo a lo que no ha concedido importancia porque nosotros no le hemos sugerido que puede tenerla o realmente nadie vio nada? Quien está en una ventana de un piso de los primeros edificios de San Pedro no concede importancia a una diminuta figura humana que se pierde por los prados o las lomas o la línea de árboles que bordea al riachuelo. Debe verla cada día varias veces. Pero ese día, a esa hora… es posible que alguien haga memoria.

—Vaya —exclamó Carmen admirada—, estás hecha una Sherlock Holmes. ¿No sería más lucrativo que te dedicaras a detective?

—Claro, como éste es un país con tanta tradición de detectives sutiles, de crímenes tan sofisticados en su mayoría y de criminales tan dotados e inteligentes… —comentó Mariana con sorna.

—No me refiero a eso, no seas cáustica —respondió Carmen—. Me refiero a tu buena intuición y también a tu capacidad deductiva. Ya sé, no me digas que eso no es lo propio de la judicatura, pero tampoco es muy común que digamos.

—Claro que no, tienes toda la razón. Pero ¿qué quieres que haga?, ¿que me cruce de brazos? No tengo pistas que guíen o encaminen la investigación, no tengo pruebas y, por no tener, no tengo ni un sospechoso. Si la investigación no da con nada contundente o, al menos, suficientemente orientativo para proveernos de evidencia y los exhortos y suplicatorios que he enviado dependen del azar, ¿qué puedo hacer?

—Emplear tus dotes en llegar hasta el criminal.

—Exacto —concluyó Mariana.

—Y luego echar hacia atrás para conseguir las pruebas.

—Salvo que confiese en vivo, sí.

—Pues es verdad —dijo Carmen—. Yo tampoco veo otra salida. Lo que pasa es que el trabajo de la Guardia Civil puede acabar dando juego. Es como pasar arena por un cedazo, pero en una de éstas se queda encima una evidencia, como tú dices.

—De todos modos —continuó Mariana—, si te fijas bien, todo lo que señala el terreno es que nuestra primera intuición era certera. El criminal escapó a pie, no salió de una zona reservada y permanece allí, a la espera de que levantemos el cerco y sin sospechar aún cuáles son nuestras intenciones ni cuál es la línea de nuestra investigación. Ya lo sospechará, me temo, a medida que avancemos y, entonces, quizá se delate. Lo único malo es que no tenemos mucho tiempo; si el tiempo pasa y no sacamos nada en limpio, esto se convertirá en otra cosa, en otro tipo de investigación… o se pudrirá, que es lo peor que podría suceder.

—¿Y qué más? —dijo Carmen, realmente impresionada.

—Pues algo más, sí —repuso Mariana—. Estoy convencida de que se trata de alguien que vive en esa zona gracias al hallazgo de la hoja de la navaja. ¿Te imaginas a un tipo que ha venido sólo a cumplir una venganza y regresar de inmediato a su lugar de origen entreteniéndose en desperdigar por esta zona las partes de la navaja desmontada? Yo la iría tirando aquí y allá mucho más lejos, donde ni siquiera, en caso de hallarse, causara sospecha alguna. Pero abrir un radio amplio en la provincia para deshacerse de los elementos del crimen significa que su centro de vida es éste y que posee audacia e ingenio. Pero el primer error del asesino ha sido esparcir esos restos en un territorio limitado; si encontramos algo más, sabremos más; pero sólo con encontrar la hoja podemos deducir que es un vecino, alguien asentado aquí, al menos durante el verano o una parte de él. Éste es, insisto, su primer error. O mejor dicho, el primero que descubrimos. Lo cual me hace concebir esperanzas de que haya cometido alguno más, logremos detectarlo y que la suma de todos ellos nos acaben llevando hasta él.

—Suena convincente —aceptó Carmen—. Pero no pierdas de vista una cosa: que la idea de un asesino local proviene no tanto de que algo lo señale a él como de la improbabilidad de un asesino externo. Porque, aunque esto último sea improbable, tampoco es descartable.

—Contaba con que me animases —dijo Mariana entre bromas y veras.

—No, si me tienes deslumbrada. Pero estamos haciendo castillos en el aire, reconócelo —dijo Carmen.

—Digamos que en la imaginación, que es más terrena que el aire —repuso Mariana con un gesto de complicidad.