La Juez de Marco fumaba pensativa. Trataba de poner en orden todos los materiales —desde los estrictamente físicos hasta los más especulativos— que hasta ese momento había reunido en torno al asesinato del Magistrado Medina. Ella misma se obligaba a reconocer que el caso la obsesionaba y buena prueba de eso era la cantidad de veces que, a lo largo del día, se quedaba dando vueltas a los diversos aspectos del asunto. Afortunadamente, el mes de Agosto era el mes de vacaciones judiciales; de no ser así, estaba segura de que tendría que haber hecho un esfuerzo colosal para atender a todo lo que le caía en las manos. Y aun así, Carmen y ella aprovechaban cualquier resquicio de tiempo para volver sobre el asunto.
Quizá fuera el ambiente de la mañana, lluvioso y desapacible, más propio de un día otoñal, lo que propiciase el recuento de pormenores que estaba haciendo en esos momentos, mientras fumaba en su pequeño despacho de trabajo contiguo a la sala. La Brigada había dado por concluido su trabajo de rastreo en la casa del Magistrado y dentro de los perímetros marcados y ahora se centraban en la recogida de datos y en la búsqueda, casi imposible, del resto de la navaja cuya hoja encontraron en un contenedor; pero si el asesino se había molestado en desmontarla para esparcir las piezas, dudaba que fueran a encontrarlas como no se debiese a un golpe de suerte. Sin embargo, esa hoja podía decir mucho en la investigación y, además, revelaba datos para empezar a construir la figura del asesino. Una persona que se ocupa de desmontar el arma del crimen y distribuirla por aquí y por allá es alguien metódico, analítico y, por lo tanto, de cierto nivel cultural, y, sin duda, ha meditado y seleccionado la distribución de las piezas de modo que el encuentro de una de ellas no sugiera los puntos donde se ocultan las demás. Lo cual, pensaba ella, apuntaba en directo su primera intuición: la de que el autor del crimen pertenecía de un modo u otro a San Pedro y su entorno. La Brigada se estaba aplicando con discreción a seguir el rastro de alguien que usase ese tipo de navaja para afeitarse aunque, si estaba en lo cierto, no sería una navaja de uso sino un objeto de adorno; ante esta última posibilidad, había ordenado que investigasen si una navaja de esas características se había dado a afilar en alguna ferretería, o afilador ambulante, o incluso en carnicerías y pescaderías, aunque estas últimas solían poner sus baterías de cuchillos en manos de un afilador profesional. La falta de huellas —apenas lograron establecer otra cosa que el uso de un calzado deportivo muy gastado por parte del asesino y ni siquiera la identificación era contundente— y las precauciones que se suponía que tomó el asesino les desmoralizó en un principio. Actuó perfectamente prevenido. Si acaso la ropa del asesino se tiñó de sangre, era evidente que se habría deshecho de ella por algún método expeditivo, pues en San Pedro no existía ninguna tintorería y llevarla al par de ellas que había por el concejo equivaldría a delatarse. ¿Quería eso decir que llevaba planeando el crimen mucho tiempo? Desde luego, no parecía un acto de improvisación, a juzgar por la falta de pistas. Por lo tanto, cabía pensar en una venganza meditada. Y aquí es a donde la Juez sabía que tendría que llegar.
Por eso buscaba con tanta atención en los hechos y los repasaba una y otra vez tratando de ver una fisura, un resquicio mínimo por donde penetrase la luz. Necesitaba ganar tiempo como fuera porque, si en verdad se trataba de una venganza, era una pura cuestión de suerte que los exhortos y suplicatorios dirigidos a los Juzgados donde actuó profesionalmente el Magistrado Medina dieran resultado en poco tiempo. Y ella tenía una mala sensación: la de que si dejaba correr el mes de Agosto, el asesino se escurriría para siempre del lugar del delito. Porque a la Juez no le cabía duda de que el asesino se encontraba entre ellos, pero que aprovecharía el final de las vacaciones estivales para desaparecer y borrar por fin su marca. Es más, si pertenecía al tipo de persona que ella creía que pertenecía, tendría el temple suficiente para resistir en San Pedro hasta ese momento. Y a cada vuelta que daba al caso, se convencía de que tenía que habérselas con alguien muy audaz, muy inteligente y con un dominio excelente de sus nervios. Pero eso, salvo una sorpresa inesperada, la llevaba de nuevo al entorno estricto, físico y personal, de la casa del Magistrado. Quizá el asesino residiera en San Pedro y hubiese elegido aquel día de sol abrumador como el día de la venganza, pero lo dudaba. Quienquiera que fuese, escapó a través del bosque y, o bien volvió por los prados de atrás a la colonia Valle Castañares, o bien se internó en Las Lomas tras cruzar la carretera comarcal. Su mala suerte era que aquel día todo el mundo en todas las casas parecía haber estado echándose la siesta o permanecido en la playa hasta la media tarde y nadie lo pudo ver. Es más, era tan increíble como aceptar que la única persona que no se echó a dormir la siesta aquel mediodía fue justamente el asesino.
Su labor, ahora mismo, le recordaba a los pescadores de caña que se situaban en el puente, a la espera de que entrase el mar en la ría para atrapar a alguna de las pequeñas lubinas que venían con la corriente. Esperaba el resultado del peinado de la Brigada por la Villa y aledaños y esperaba las respuestas de los diversos Juzgados. Los pescadores, a veces, solían estar apoyados de espaldas en el barandal de piedra leyendo un libro, o fumando y contemplando a los coches y a los que cruzaban el puente a pie. Pensó que le hubiera gustado hacer lo mismo y entonces se decidió a salir del exiguo despacho a tomar un poco el aire. Como el edificio del Juzgado estaba en alto, disponía de una bonita vista hacia el mar y otra tal hacia el interior. Lo malo era la lluvia.
Salió al exterior cubierta con un impermeable con capucha y comprobó que, en ese momento, no llovía. Avanzó con paso decidido hacia el murete que protegía el aparcamiento, pasó las dos piernas por encima y tomó asiento en él con el cuerpo vuelto hacia el valle. La caída del valle desde los montes hasta sus pies era soberbia. Pensó que no estaría mucho más allá de un año en aquel Juzgado y se dijo que le gustaría mantenerse en la zona, bien al Este, bien al Oeste, pero en la zona septentrional del país. Hoy los movimientos de los jueces eran mucho más rápidos que en los tiempos del Magistrado Medina, en los que ser Juez era poco menos que ser uno de los dioses del lugar que le correspondiera y las estancias se alargaban años y años, concediéndosele al Juez el beneficio del reconocimiento social y el temor reverencial propio de un estado superior de la naturaleza de los hombres. Un Juez era entonces una figura de mucho respeto, una fuerza viva que para ser dominante no necesitaba más que pasear su figura por la calle con la pomposa gravedad propia de aquel tiempo servil. Ahora, en cambio, parecían como la Guardia Civil de la época, a la que los mandos cambiaban periódicamente de destino para preservar su autoridad y eficacia evitando un contacto demasiado estrecho con los paisanos de la localidad donde estuvieran destinados. Y viviendo, además, medio aislados en sus casas-cuartel. Curiosas paradojas.
Pensaba en todas estas cosas mientras miraba el valle y, de pronto, su cuerpo se inmovilizó y la mano que sujetaba el cigarrillo se detuvo a medio camino hacia la boca. Nada excepto sus ojos se movió, pero éstos reflejaban atención y agitación a la vez. Estaba viendo el curso del riachuelo que venía desde atrás del bosque de castaños que había dado nombre a la colonia. Bajaba por el lado derecho de la carretera, la cruzaba y corría a lo largo de Las Lomas; luego volvía a salir a la carretera y la cruzaba de nuevo antes de dirigirse a la ría. Es decir, que su curso recorría primero la parte baja de Las Lomas y luego circundaba el final de la colonia. En otras palabras: quien lo siguiera podría haber llegado a Las Lomas, a la colonia e incluso a San Pedro si se animaba a andar un centenar de metros en descubierto. No recordaba que la Brigada hubiese pasado informe alguno acerca de un examen de las márgenes del riachuelo en todo aquel tramo ni que ella lo hubiera solicitado. Quizá lo hicieran sin resultado aparente, pero quizá sólo examinaron por encima algún tramo. Desde luego, no habían batido todo el curso del riachuelo. No había razón para seguirlo, pero era cierto que tampoco, en aquellos momentos, se les había ocurrido considerar la posibilidad de un culpable entre la colonia de veraneantes nobles, se dijo. Ahora, en cambio, sí era algo más que una posibilidad. La Juez levantó las dos piernas a un tiempo, giró sobre si misma, se dejó caer del lomo del murete al suelo y echó a andar con paso decidido hacia el Juzgado.
Carmen Fernández apareció en la puerta en el momento en que la Juez llegaba a ella.
—Te estaba buscando —dijo—. Te llama el Fiscal.
Mariana la tomó del brazo y entraron.
—Carmen —dijo a su vez mientras la empujaba hacia su despacho—, creo que nunca he estado a la vez tan cerca y tan lejos de resolver un problema.
—¿De veras? —preguntó Carmen, sorprendida.
—Es una situación extraordinaria, lo sé. Es como un mecanismo en el que todo está a la vista, pero del que no sabemos cuál es la pieza que pone en marcha a todas las demás —afirmó antes de coger el teléfono.