Carmen Fernández llevaba desde primera hora de la mañana despachando asuntos pendientes y ordenando los que llegaban porque todo el embrollo del crimen no había hecho otra cosa que acumular retrasos ante la urgencia de la situación y el relieve que el caso había tomado en la prensa local y nacional. Los corresponsales locales o provinciales estaban metiendo sus narices en el asunto y los locales tomaban a los provinciales, tanto si pertenecían a periódicos de ámbito local como a prensa nacional, por competidores o invasores, según la procedencia. Uno de los de San Pedro le comentaba esa misma mañana con amargura que, para una vez que nacía en la Villa una noticia verdaderamente periodística, tenían que mandar de Santander a los corresponsales a comerles el terreno y la moral. Nos tienen sólo para las fiestas y las defunciones, refunfuñaba. Lo cierto era que el alcance nacional de la noticia reclamaba un tratamiento de otro tipo, distinto al del mero corresponsal de concejo. Pero a Carmen le daba pena la situación del muchacho.

—¿Tú no podrás contarme algo, verdad? —le preguntó a Carmen con toda inocencia.

Carmen había pasado la noche casi en blanco. Cada vez que cogía el sueño, volvía a despertarse al poco rato, presa de una agitación singular. Las veces en que se encontraba así, sabía que se lo debía a unos vinos de más en una ronda tardía. Nada especial, pero el alcohol, en cuanto superaba una pequeña cota, le hacía dormir agitadamente. Sin embargo, la noche anterior se fue a la cama temprano y estuvo leyendo un buen rato, hasta que se le empezaron a cerrar los ojos y decidió apagar la luz, pues la lectura, en cambio, le ayudaba a encaminar un buen sueño.

De ahí venía su extrañeza. La noche, además, fue inhóspita porque la lluvia y el viento estuvieron golpeando en la ventana sin cesar, o al menos ésa fue su sensación, así que el dormitorio se convirtió en un problema hasta que decidió salir de la cama, aún sin luz diurna, y volver a la pequeña salita de la televisión para seguir leyendo. El hecho de aceptar el desvelo alejó la condición de inhospitalidad, aunque la lluvia no cesase y el viento no dejara de ulular. Luego, con la primera luz, el viento cedió y la lluvia perdió su espesor y empezó a desperdigarse. Entonces se preparó una buena cafetera, se duchó y se vistió. Y aún era muy temprano cuando decidió acercarse al Juzgado para sacar rendimiento a su situación.

Después, papeles, papeles, papeles y sueño. Pronto empezó a notar lo poco que había dormido. Volvió al café y, mientras lo saboreaba, estuvo tratando de recordar alguna de las imágenes que debieron de agitarla tanto durante la noche, pero eran como sombras huidizas: ni dejaban de moverse ni acababan de tener forma en su recuerdo. Había algo, sin embargo, que, aunque no acababa de corporeizarse, transmitía su sentido: una huida a la carrera y muchas hojas, un lecho de hojas revoloteando en torno a los tobillos cada vez que pisaba; pero lo veía —lo que quiera que fuese— casi a ras de suelo, por lo que no concebía la figura sino sólo un veloz, apresurado movimiento de pies, las hojas volando y posándose a su paso y unos zapatos enloquecidos, o unos deportivos más bien, a juzgar por el sonido apagado que emitían al tocar el suelo del bosque.

Entonces comprendió que había estado soñando con el asesino. Y lo más llamativo era que, en cierto modo, la intranquilidad y el desvelo estaban relacionados con la angustia y la agitación de la huida, pero no con esa sombra sin nombre, esa forma que huía. O dicho de otra manera: que había una oscura corriente de simpatía entre el asesino y ella que sólo el inconsciente había sido capaz de manifestar por medio del sueño. Pero, en tal caso, ¿sabría ella el nombre del asesino? ¿Estaría oculto acaso en lo más profundo e inaccesible de su conciencia? Y ¿quién sería, que no osaba mostrárselo a sí misma?

Mariana de Marco lanzó una alegre carcajada y buscó un cigarrillo:

—No puede ser que estés creyendo semejante bobada —dijo con el mechero en una mano y el cigarrillo entre los dedos de la otra.

—Yo ya sé que no puede ser, Mar, ya lo sé. Pero ¿de dónde viene esta sensación, entonces?

—De la falta de sueño —comentó la Juez mientras encendía su cigarrillo.

—No, no, es al contrario. Estas imágenes me las provocó la falta de sueño.

—Te equivocas, Carmen. Las imágenes trataban de sacarte del sueño. ¿Sabes para qué?: para que no reconocieras al asesino.

Carmen Fernández se quedó mirando a su jefa altamente impresionada por sus palabras y preguntándose si estaría hablando en broma o en serio.

Afuera seguía lloviendo.