Ana María le estaba diciendo a Sonsoles:

—Si ya lo sé, ya sé que no puedes decir nada, pero es que tenemos que hacer algo porque Fernando dice, con toda razón, que es muy perjudicial que estén investigando en Las Lomas y en la colonia. Perjudicial para nosotros, perjudicial por cómo nos lleguen a ver en la Villa, perjudicial si empieza a salir algo en los periódicos… ¡Hay que hacer algo!

—Ana, cariño: Yo no sé nada. Mariana no habla de esto conmigo y hace bien; entre otras razones porque ha decretado el secreto del sumario, ¿sabes lo que quiere decir eso? —concluyó Sonsoles.

—Claro que lo sé, Sonsoles, de todo esto no se le puede hablar a la gente, pero no me digas que entre nosotros… —Ana agitaba las manos expresivamente—. Nosotros no somos la gente, Sonsoles.

Sonsoles sonrió con paciencia. No podía negar que le agradaba la ingenuidad de la que a veces hacía gala su amiga sin saberlo. No era propia de una mujer ya hecha, pero nadie es perfecto y, sobre todo, nadie podría reprocharle a Ana María su madurez como esposa y como madre. Con todo, no dejaban de rechinarle un poco alguna de sus convicciones. Ana María sólo había conocido dos hogares, el paterno y el suyo propio, y un solo hombre. Al fin y al cabo, eso la libraba de algunos conocimientos de la vida, pero también de muchos pesares. No era fácil encontrar una persona tan directa y confiable como ella.

—¿Y qué podemos hacer nosotras dos? —le preguntó, por alejar la conversación del punto que incomodaba a Ana María.

—Ah, pues investigar por nuestra cuenta —afirmó sin dejar un resquicio a la duda—. Hay que sacar al asesino de aquí.

—¿Qué? —dijo Sonsoles, riendo sin poderlo evitar—. ¿Sabes quién es? ¿Me estás pidiendo que te ayude a meterlo en el autobús de línea y mandarlo fuera de San Pedro?

—No sé si me estás llamando tonta, pero lo parece —contestó Ana María—. Lo que quiero decir es que hay que disipar las dudas sobre nosotros porque —y aquí habló subrayando con verdadero énfasis sus palabras— no es de recibo que estemos todos bajo sospecha.

—¿Quién ha dicho eso? —protestó su amiga.

—Fernando. Y tiene razón, Sonsoles. Deben creer que el crimen lo cometió alguien de aquí o de Valle Castañares. ¿Es que no ves cómo lo están poniendo todo patas arriba? Hasta mis hijos me hacen bromas.

—Pues ellos también son sospechosos —dijo Sonsoles antes de lamentarlo.

—Sí, tú ríete. Ya verás la risa que te entra cuando se te presenten en casa con cualquier excusa.

—Perdona, Ana, soy una boba. Pero, dime: ¿a ti te lo han hecho?

—No, porque ya te digo que están muy discretos; pero se nota todo. Y no tardarán ni esto —hizo chascar dos dedos en el aire— en entrar en las casas de otra manera. Pero lo peor, te insisto, es que en la Villa todo el mundo empiece a comentar porque así es como se generan rencores que luego ya no se pierden, porque son rencores que vienen de otra hacienda, pero esta situación les da cama y comida, ¿me entiendes, no? El pueblo es el pueblo y tú y yo nos lo conocemos bien.

—Sí, Ana, cariño, pero no sé si exageras un poco.

—Ni un pelo, créeme.

—Y además, te vuelvo a decir lo de antes. ¿Qué podemos hacer nosotras?

—Pues igual eso que te hace tanta gracia: investigar por nuestra cuenta —contestó Ana María.

—Ah, eso —dijo Sonsoles. Suspiró y luego siguió hablando—: Yo no sé si el criminal es o no uno de los nuestros, como nos llamas tú; pero, en primer lugar, hay gente aquí a la que apenas conocemos y no creo que podamos llamarlos nuestros en el sentido que tú le das a la palabra. En segundo lugar, no está nada claro que sólo investiguen por esta zona; es más: yo que conozco a Mariana te aseguro que no estará dejando un cabo sin atar. Y, en fin, si hay que considerar también la posibilidad de que haya sido alguien que conocemos, pues es lo que nos faltaba. Si supiéramos por qué han matado al Juez Medina…

—¡Tonterías! Yo estoy hablando de investigar quién o quiénes han aparecido por la casa del Juez, o se le han acercado, o lo que sea. Yo creo que, quienquiera que haya sido, vino de fuera, vino a matarlo y se fue y a saber dónde andará ahora. Y aquí estamos empantanados y pringados mientras el asesino se troncha de risa a mil kilómetros de aquí.

Sonsoles trató de imaginarse al asesino tronchándose de risa en alguna playa mediterránea y a duras penas pudo contener una cómica mueca de la que, afortunadamente, su amiga no se percató, acalorada como estaba en la construcción de sus argumentos. Sin embargo, se temía lo peor porque conocía bien el empecinamiento de Ana María cuando se entregaba en favor de una decisión y ahora mismo estaba completamente decidida a tomar cartas en el asunto; pero ¿qué cartas?, se preguntó.

—Quienes tienen que saber cosas, como siempre ocurre, son las muchachas de servicio, de manera que yo voy a poner en acción a Dora, que es amiga de Juanita, ya sabes, porque Dora no es de aquí, pero tiene amistad con ella. Sí —dijo al ver el gesto de extrañeza de Sonsoles—, la que descubrió el cadáver —como la cara de sorpresa proseguía, insistió—, la que acompañaba a su tía, que era la cocinera del Juez Medina, que casi le da un infarto y tuvo que ir Fernando a atenderla —la cara de su amiga había mudado la sorpresa por la incomprensión—, que es la asistenta de Carlos Sastre, Juanita, no la tía —especificó, con un ligero toque de impaciencia en su voz.

—No tenía ni idea —dijo Sonsoles—. O sea: que Juanita es la asistenta de tu protegido Carlos.

—¿Protegido? ¿Por qué dices eso?

—Por nada, por nada. Así que esa chica descubrió el cadáver…

—¿Cómo que nada? ¿Qué es eso de protegido? Haz el favor de explicarte.

—Ay, Ana, cariño, es una manera de hablar. Lo he dicho sin malicia, si es eso lo que te irrita. ¿Cómo iba a decirlo con intención? Lo que pasa es que es vuestro protegido, reconócelo.

—Nuestro —dijo Ana María—, no mío.

—Está bien, está bien, no seas pejiguera, por favor. Y… —Sonsoles dudó unos segundos, tratando de concentrarse—. Ah, sí, lo que me estabas diciendo. ¿Que vas a poner a tu Dora de detective?

—Le voy a decir que hable, que hable y escuche; ya verás cómo por ahí corren otras historias distintas de las que oye la Juez de Marco. Al final, todas las cosas se averiguan así, no me digas que no.

—¿La Juez de Marco? Estás tú buena. ¿A qué viene llamar ahora así a Mariana?

—Ay, mira, pues porque está actuando de Juez, no de amiga.

Sonsoles rió de buena gana. Luego pareció reflexionar y dijo:

—Por cierto, Ana, ¿tú sabes de alguien que se afeite a navaja?

Ana María se la quedó mirando fijamente.

—¿A qué viene esa pregunta? —dijo con suspicacia—. ¿Es que estás investigando tú también?

—No, mujer —respondió Sonsoles—, pensaba… pensaba en lo del crimen, eso sí —sintió que navegaba y que Ana lo notaría porque tenía un instinto infalible para estas cosas y deseó no haber hecho la pregunta, o no haberla hecho en ese momento, tan de golpe—, en… bueno, en que al Juez Medina lo mataron con una navaja —reconoció por fin; luego levantó los ojos hacia su amiga—. La verdad es que no sé por qué pregunto estas tonterías…

Ana María miró a su amiga con la máxima seriedad de que era capaz y un reproche en el fondo de sus ojos.

—Pues ya puedes borrar a Fernando y a Carlos de la lista —dijo con el suficiente calor en la voz como para que Sonsoles enrojeciera un tanto.