Ramón Sonceda cerró su paraguas y lo agitó con brusquedad en el aire para desprender las gotas de lluvia que empapaban la tela. Había bajado hasta la casa de los Arriaza y traía los zapatos también mojados y llenos de tierra que fue soltando al restregarlos concienzudamente en una gran alfombrilla metálica que Ana María mandaba colocar al pie del porche siempre que empeoraba el tiempo. Los dos ejercicios combinados, el de agitar el paraguas y el del combate con la alfombrilla, daban un aire más bien bufo a su figura, que, si ya era de por sí rechoncha, el capote impermeable con el que se cubría acentuaba hasta lo grotesco. Por fin, dejó el paraguas arrimado a la pared del porche y colgó el capote del respaldo de una silla; volvió a zapatear, esta vez contra el suelo y, dejando atrás los dos hilos de agua que corrían desde ambos protectores para juntarse ante el escalón de entrada y precipitarse sobre la alfombrilla, se adentró en la casa con paso decidido.
Fernando Arriaza, con una bata de viyella a rayas verticales marrones y verdes anudada sobre el pijama, le aguardaba en pie, junto a la mesa donde estaba servido un abundante desayuno, con una taza de café en una mano y el platillo en la otra; de esta guisa, le observaba con simpatía, como si hubiera estado siguiendo sin perder detalle la ajetreada entrada de su vecino. Al llegar éste hasta el comedor, juntó taza y platillo y con la mano libre le palmeó la espalda afectuosamente a la vez que lo invitaba a sentarse con él. Eran las diez de la mañana y el contraste entre el estado físico y anímico de uno y otro resultaba evidente. Nada más sentarse, Ramón Sonceda aceptó una taza de café solo y sacó un puro de su petaca para ponerse a fumar.
—Epicur del número uno —dijo agitándolo ante los ojos de Fernando, que sonrió con benevolencia—. Salen extraordinarios —se detuvo, pareció meditar y luego dijo—: Pues está el día como para acercarse a Santander a ver qué les ha llegado esta semana, mira lo que te digo.
—¿Hasta allí hay que ir por unos puros?
—¿Unos puros? ¡De eso nada! ¡Unos señores habanos, a ver qué te crees! —Ramón se inclinó hacia el otro, como para hacer una confidencia—: Estancos, lo que se dice estancos, o sea, que tengan surtido y que entiendan el puro, se pueden contar con los dedos de la mano en toda España, te lo digo yo: El mío de Barcelona, La cava del tabac, de la calle Rosellón. O el de Madrid, el de Magallanes, que yo voy siempre cuando estoy de paso… Ésos son estancos y los demás pura rutina. Bueno, pues el de la calle del Martillo, aquí en Santander capital, es de ese porte —terminó triunfante, acariciando su puro con las dos manos.
—Yo, como sabes, soy médico y estoy en este mundo para que la gente dure lo más posible, así que no te digo nada que no te haya dicho ya —apostilló Fernando con acento burlón.
—Y yo, como sabes tú, lo que quiero es vivir, vivir y vivir, no durar —contestó Ramón con presteza; dicho lo cual, y como si hubiera que confirmarlo, procedió a encender su habano con deleite.
Una voz femenina irrumpió en la estancia:
—Buenos días, Ramón. ¿Ya me estás aromando la casa?
Ramón se puso precipitadamente en pie, al tiempo que su anfitrión efectuaba el mismo ejercicio, pero de un modo mucho más lento y confiado.
—¿No me irás a pedir que lo apague? —protestó a Ana María.
—Claro que no —ella se echó a reír—. Y, además, miento. A mí me gusta el olor de un buen habano —Ramón abrió una sonrisa de complacencia— porque mi padre los fumaba. Pero habano ¿eh? —le advirtió con severidad—, no cualquier cosa.
—Oh, oh, oh —comentó Fernando.
—En fin, hace un día horrible, así que os abandono —y con estas palabras se alejó hacia el interior de la casa dejando solos a los dos hombres. Éstos se mantuvieron en silencio durante un rato; luego, Ramón se dirigió con seriedad a Fernando.
—Oye, cuéntame a ver qué pasa, porque yo noto un ambiente bastante raro con todo esto de la muerte del Juez Medina, ¿no? ¿Qué es lo que hace la Guardia Civil, o la Jueza esa, que parece un caballo? Yo creo que no tienen ni idea y están revolucionando a todo el mundo, que es lo peor que se puede hacer.
—La verdad es que no hay modo de saberlo, Ramón, pero la Juez… Mariana —rectificó de seguido— es una persona competente; le han enviado una Brigada especial de la Guardia Civil; en fin, yo creo que no hay motivo para suponer que no puedan resolver el asunto, pronto o tarde.
—Bah, eso son tonterías. La realidad es que no tienen ni idea y, en cambio, están molestando a todo el mundo aquí, en Las Lomas y en Valle Castañares. Ayer estuvieron en casa preguntando, por la tarde, y luego fueron a La Cabaña, pero como Carlos anda de ligue se debieron quedar con las ganas porque yo no les di la llave, faltaría más. ¿Y todo por qué? Porque no tienen ni puta idea, Fernando. ¿Es que no hay nada que investigar en el pueblo?, me pregunto yo.
Fernando jugueteaba con la cucharilla del café entre los dedos, golpeando la servilleta que había echado descuidadamente sobre el mantel. Parecía estar en otra cosa, pero levantó la cabeza hacia Ramón Sonceda y dijo:
—Ramón, ¿no se te ha ocurrido pensar que el asesino fuera alguien de aquí?
—¿De aquí? —preguntó Ramón, sobresaltado—. ¿De Las Lomas? ¿De la colonia? ¿Qué es lo que quieres decir?
—Sí. No uno de nosotros. Oh, bueno… —precisó al ver la cara de alarma de su interlocutor—, no de nuestro círculo, pero sí alguien de los que veraneamos en este lado.
—Pero ¿qué…? —la pregunta se le atragantó y empezó a toser y a echar humo al mismo tiempo mientras se golpeaba el pecho con energía. Fernando se incorporó y empezó a palmearle la espalda.
—Por detrás, no por delante, mira que eres animal —decía.
Cuando Ramón dejó de toser, se puso en pie con aspecto resuelto y empezó a pasear alrededor de la mesa lanzando enérgicas chupadas a su cigarro hasta que comprobó que éste se había apagado. Entonces se volvió a Fernando.
—Muy bien —afirmó—. ¿Y qué? No sé si tú te crees esa idea, no es más que una coincidencia. Por eso tendríamos que hacer algo.
—Hacer ¿qué? —preguntó, sorprendido, Fernando.
—Empezar a sugerir también ideas nosotros, a encontrar pistas, a ponernos en guardia…
—Por Dios, Ramón, ¿y tú protestabas del incordio que era tener a la policía encima?
—Eh, eh, eh. La policía es la policía y nosotros somos nosotros. Ellos no pueden meter la nariz en ningún lado sin que se organice revuelo, salten rumores, todo bulla… Pero tú y yo y quien más nos parezca podemos ser muy discretos… y mucho más rápidos.
Fernando movió la cabeza con gesto escéptico.
—Querido Ramón: ¿de verdad crees que si fuera tan sencillo no se habría descubierto todo ya? Ellos disponen de medios que nosotros ni sospechamos y, sobre todo, poseen el oficio. Son profesionales de esto —recalcó.
—Tonterías —repuso decidido Ramón—. Son funcionarios, gente de rutina. La gente emprendedora es otra cosa y aquí habría que ir directo al corazón del asunto.
—Con gente emprendedora como tú.
—Pues sí —dijo Ramón—. Creo que has puesto un buen ejemplo, aunque lo hayas dicho con retintín. Mira, Fernando, yo todo lo que quieras menos tener el culo plano. En la vida hay que moverse, no sentarse a rellenar el impreso, ¿me entiendes? A ésos les pagas a fin de mes para que te lo hagan; pero lo que tú quieres, lo que es importante, te lo buscas tú. Ése es mi lema.
—Hombre, yo paso mucho tiempo al día sentado y rellenando recetas… —empezó a decir con una pizca de humor Fernando.
—Y tienes el culo plano. Fernando, yo te aprecio mucho, tú y yo somos amigos y todo eso, pero tienes el culo plano. También tienes otras virtudes…
—Y otra profesión —interrumpió, divertido, Fernando.
—Eso es. Bueno, da igual. Ahora lo que importa es ver lo que podemos hacer para arreglar este entuerto. Y yo te propongo…
Por un momento, Fernando Arriaza se quedó con la vista prendida en el puro apagado que Ramón agitaba en su mano al hablar. Estaba apagado desde hacía un rato y no parecía haberse percatado de ello; de hecho, no se lo llevó a la boca ni una sola vez, como si en la ejecución de sus actos el orden de atención se impusiera en ellos jerarquizándolos de modo automático. Y, en efecto, cuando Ramón terminó de hablar pareció calmarse instantáneamente, volvió a su silla, sacó el mechero del bolsillo y se aplicó a reencender su puro como si no hubiese nada más interesante que hacer en el mundo en ese momento. Y cuando lo hubo encendido y el tabaco recobró su lugar en el orden jerárquico de sus intenciones, volvió a mirar a Fernando y dijo:
—Sea quien sea, vamos a hacer salir al asesino de su madriguera.