Dora, la criada de los Arriaza, estaba mirando por la ventana de la cocina cuando Ana María apareció por allí, por fin envuelta en su bata y dispuesta a tomar el primer café de la mañana.
—Ah, buenos días, Dora.
—Buenos días, señora. ¿Quiere que encienda la chimenea del salón?
—¿La chimenea? —Ana María pareció desconcertada. Luego, quizá por inercia, miró por la ventana de la cocina, como estaba haciendo Dora cuando ella entró—. Ah, ya veo, han encendido en El Torreón. Bien, sí —dudó unos momentos—. Sí. Yo creo que nos vendrá bien para empezar a sacar la humedad —dijo; y volvió a mirar a través del cristal—: La verdad es que hace un día tan desagradable… —su voz sonó como una débil protesta.
—La que no han encendido es la de La Cabaña —comentó Dora mirando en la misma dirección.
—Don Carlos estará durmiendo tan a gusto, no como yo —dijo Ana María con expresión pesarosa.
Dora seguía mirando en la misma dirección, con aire reconcentrado. La ausencia de humo en La Cabaña le recordaba el día que vio el humo. ¿Cuándo fue?, pensó para sí. Luego, como si algo dentro de ella la hubiera llamado al orden, se volvió hacia Ana María.
—¿Le preparo ya el desayuno, señora?
—Sólo café, por el momento; gracias, Dora.