Al tercer día del asesinato del Magistrado Medina empezó a llover. Primero llegó, durante la noche, un viento racheado de gran intensidad y a eso del amanecer la lluvia entró revuelta en todas direcciones, casi agresiva, golpeando más que cayendo, aunque no fuera una lluvia torrencial sino intermitente. Una auténtica temperie desapacible, de las que ponen de mal humor, en opinión de Mariana, que había estado despertándose de tanto en tanto por el ulular del viento que ahora, con las primeras luces, arrojaba las gotas como a puñados contra su ventana. No solía disgustarse por los días malos —aunque éste era singularmente desabrido, quizá por el brusco contraste con los muy soleados días anteriores—, pero la mañana parecía conectar con el malestar del sueño y también con una sensación de incomodidad física que no podía localizar, un desasosiego general, como el que producen los escalofríos que van abriendo paso en el cuerpo a un artero resfriado.
Lo mismo pensaba Ana María Arriaza, sentada en la cama, indecisa entre salir en busca de la bata y las zapatillas y empezar a moverse por la casa o tratar de meterse de nuevo bajo las sábanas para olvidar el mal tiempo. Pero esto último sabía que era imposible. Miró a Fernando, que dormía al otro lado de la cama, y envidió su admirable relación con el sueño. A menudo se decía que esa paz era debida a la pura supervivencia, pues no pocas veces tenía que atender un teléfono o, en menor medida, una urgencia inaplazable durante la noche y, sin duda, quien no sabe dormir en un hueco entre horas o en un palo de gallinero es mejor que se dedique a otra profesión que la de médico generalista. Sin embargo ella, que lo acompañaba incluso en los desvelos, jamás recuperaba el sueño hasta mucho tiempo después del timbrazo o la salida apresurada.
Ramón Sonceda siempre se levantó con el alba, de niño y de adulto. Profesaba el madrugar como una religión que dependiera de su ejemplo personal para sostener la fe en la que se fundaba. De esta manera, cuando el resto de la familia iba amaneciendo según sus necesidades u obligaciones, se lo encontraba armado con una jactanciosa sonrisa o, en el peor de los casos, una mirada fulminante. Esta mañana Ramón Sonceda estaba del peor humor, es decir, dispuesto a buscar bronca con el primero que se cruzara con él. Vagaba por la casa maldiciendo entre dientes y buscando una víctima; intuía que le iba a resultar difícil porque los hijos, si bien retrasados en el combate por la vida, estaban muy adelantados, en cambio, en las estrategias de la huida o el camuflaje, y en cuanto a su esposa hacía ya tiempo que pactara su posición de faro del hogar a cambio de cierta manga ancha. Por eso resolvió sentarse en el office donde solían aparecer a desayunar y esperar allí, mascullando y lanzando miradas furiosas al exterior, donde la lluvia esparcida por el viento amenazaba al día con singular ensañamiento. Porque ese día Ramón Sonceda había cursado invitaciones a los íntimos para inaugurar oficialmente su nuevo barco a motor, recién estrenado, que se había hecho traer de Santander el día anterior y que ahora estaba amarrado y a resguardo de la borrasca en el puerto marinero de San Pedro. Y tal como se presentaban las cosas, iba a tener que permanecer amarrado un par de días, si no más, a tenor de la inclemencia atmosférica anunciada por la vertiginosa caída del barómetro del recibidor.
Juanito Muñoz Santos miraba dormir a su mujer y se preguntaba por Carmen, que no había aparecido en toda la noche. Estuvo tentado de despertar a Elena, pero temía su reacción, sobre todo pensando en la causa que lo provocaba. Juan tenía el sueño ligero y escaso, de manera que poco a poco fue poniendo la atención de su duermevela en el regreso de Carmen hasta que comprendió que no volvería antes del desayuno por lo menos. Incluso aprovechó dos de los numerosos desvelos para comprobar su ausencia. Luego estuvo meditando acerca de sí mismo y de su hipotética afición a la cotillería, que observaba crecer al paso del tiempo. Era una inquietud hipócrita en parte, pero en parte también justificada, porque no le parecía una actitud demasiado masculina. Volvió a mirar a Elena y decidió que envidiaba su seguridad y también, por qué no, su confianza en el efecto reparador del sueño. Si los que duermen bien tienen la conciencia tranquila, la de Elena estaba literalmente autosedada. Por lo mismo, la suya tendría que ser negra como el carbón, aunque no acertaba a imaginar por qué.
Cari de la Riva escuchó una voz en el oído que le decía: Llueve. Entonces abrió los oídos, pero no los ojos, y lo que oyó sonar, sin ritmo ni concierto y con verdadera aspereza, en el cristal de la ventana, le pareció tan desagradable que se dio media vuelta sobre sí misma y se refugió entre los brazos de su marido volviendo a cerrar los oídos con toda placidez.
Carmen Fernández, la Secretaria del Juzgado, estaba cepillándose los dientes con toda energía para combatir el entumecimiento y por ver si así terminaba de despertarse cuando, de pronto, se detuvo y se quedó mirándose a los ojos en el espejo del cuarto de baño. Entre todos los pensamientos que bullían en su cabeza sin control a aquella hora aturdida de la mañana, uno acababa de destacarse que la dejó perpleja. El pensamiento era acerca de Carlos Sastre: acababa de decirse, sin premeditación alguna, sin que pudiera considerarlo siquiera una confesión, que no le importaría tener una aventura con él.
La lluvia azotó una y otra vez los cristales de la ventana del dormitorio de Sonsoles Abós. Ella dormía y, en su sueño, veía a su amiga Mariana de Marco volando alrededor de la fachada de su casa, golpeando en su ventana, acercándose y alejándose a capricho de un viento que no parecía inquietarla; lo que la inquietaba, lo que Sonsoles creía ver en su rostro, era una exigencia, una necesidad de llamar su atención, que de una parte la movía a abrir la ventana para darle paso y, de otra, la retenía en la cama sujeta a una especie de férrea pereza. Entonces vio alejarse primero el rostro y luego la figura de Mariana, la vio alejarse de la ventana acompañada por un sonido agudo y regular que le produjo una fuerte ansiedad porque la distanciaba de ella de manera insuperable y en ese momento el sonido repercutió conscientemente como timbre de teléfono en su cabeza y Sonsoles se revolvió de un salto para alcanzarlo en la mesilla.
—¿Sonsoles? —preguntó la voz de Mariana.
—¿Qué pasa? ¿Te ocurre algo?
—No. Perdona que te llame a esta hora tan intempestiva. Es el tiempo, que me ha despertado demasiado temprano.
—¿El tiempo? —preguntó Sonsoles aturdida—. ¿Qué tiempo?
—Nada. Que llevo mucho tiempo despierta y pensando. Escucha: Quisiera saber si alguien de vuestra zona usa alguna clase de navaja… no sé, de monte, para la playa…
—¿Una navaja? —Sonsoles sacudió la cabeza con gesto de estupor—. Ay, Dios mío, no tengo ni idea. Pero ¿en qué estás pensando?
—Tú déjame a mí. Tranquila. Ya sé lo que vas a pensar, no te excites. Es pura información, no señalo a nadie. Piénsalo bien. Una navaja. Una navaja barbera, por ejemplo —aventuró Mariana.
—¿Quién se afeita hoy con navaja? —respondió Sonsoles—. Nadie.
—Pues que las coleccione. En fin, hazme ese favor si puedes, te lo ruego, con toda discreción. Y no temas, no significa nada.
¿Pero cómo que no significa nada?, se dijo Sonsoles. Mariana cortó la comunicación y Sonsoles se quedó mirando el auricular de su aparato con gesto de aprensión.
Mariana contemplaba pensativa el tiempo tan desapacible y la terraza mojada. La hoja desmontada de una navaja barbera, con lo que pudieran ser restos de sangre a cuyo análisis debía esperar aún, había aparecido en un contenedor de basura a varios kilómetros de San Pedro. Podía ser. Ahora buscaban en un área mayor, a pesar de los días transcurridos. También buscaban unas zapatillas, aunque sería muy difícil identificarlas. De todas maneras había sido un asunto de suerte porque se trataba de un contenedor en una pequeña localidad bastante apartada que sólo lo retiraban una vez a la semana y no encontraron dentro nada más de interés, sólo la hoja. Pero ¿cómo llegó hasta allí? Si se trataba de un pueblo apartado es posible que alguien hubiera visto algo: un coche inhabitual en el lugar, un paseante desconocido… Podía ser.
Y, sobre todo, lo que ahora no se iba de su cabeza era aquella imagen de Un perro andaluz que le vino a la mente en el mismo momento en que le comunicaron el hallazgo: la imagen en la que, frente a la cámara, una mano con una navaja barbera segaba el ojo de una mujer mientras los dedos de la otra mano le sujetaban los párpados.