Carmen adelantó su cabeza por encima de la orilla.
—Es tan transparente que parece mentira.
Carlos rió. Estaban sentados junto al remanso del río, una poza de agua quieta que quedaba a un lado de la corriente. Un haya se inclinaba sobre ella extendiendo sus ramas como si intentara abarcarla y preservarla de la actividad del agua que bajaba por el cauce hacia el encuentro con la ría de San Pedro. Luego adelantó un brazo y atrajo a Carmen.
—¿No te apetece bañarte? —dijo ella, sorprendida por su propia idea.
Habían hecho el amor sobre la hierba, en aquel rincón escondido que Carlos conocía tan bien, pero estaban vestidos de nuevo.
—Además —dijo Carlos—, las pozas son traicioneras. Una cosa es su aspecto y otra muy distinta lo que esconden bajo esa transparencia tan seductora.
—Ese punto de vista me parece a mí muy masculino —dijo ella.
—No, para nada —protestó Carlos—. En mi pueblo… bueno, en el de mis padres, o sea, al que me llevaron mis padres, los chavales nos desnudábamos y nos echábamos a las pozas a coger truchas.
—Querrás decir a pescarlas —le corrigió Carmen.
—No, no. A cogerlas. Te estabas quieto, sin moverte, y tenías que cogerlas con las manos. Era la costumbre, yo cogí muchas, no creas, era obligado pasar por eso y, además, nos divertíamos mucho. Pero lo que quería decirte es que yo he visto gente ahogada en una poza. Nunca sabes lo que hay debajo, pero si hay remolinos y no los detectas, te chupan y adiós. Es como la vida, no puedes descuidarte ni una sola vez.
Carmen le miró con curiosidad.
—¿De qué pueblo eres?
—De… —Carlos vaciló y desvió la vista—. De uno, qué más da. De un pueblo de mierda.
—Vaya —comentó ella risueña—, ya veo que no te gustaba mucho.
—A mí me llevaron, yo no lo elegí —contestó Carlos.
—Nadie elige el lugar donde nace.
—Yo no he dicho que naciera allí. Yo he dicho que me llevaron. Pero… oye, ¿tienes mucho interés en esto?
—No —dijo Carmen cariñosamente—. Tengo mucho interés en ti.
Carlos no pudo contener el agrado que le produjo la confesión de Carmen y sonrió.
—Entonces —dijo después—, consideremos que mi vida empieza en un internado, que es cuando me las tuve que arreglar solo de verdad… hasta que he dado contigo —añadió—. E incluso eso tampoco importa.
—Pero tus padres…
—Se separaron; por esa causa fui al internado —dijo mirando al suelo—. No sé qué es de mi padre. Sólo veo a mi madre… Una o dos veces al año. Está mayor y firme, pero no le pregunto. También la llamo de vez en cuando —Carlos levantó la cara e hizo un gesto de advertencia—. Vamos a dejarlo claro: sólo me importa lo que está pasando ahora, aquí, junto a mi poza y contigo.