Carlos no pudo evitarlo. Rodeó con su brazo los hombros de Carmen, con la mano izquierda atrajo hacia sí el rostro y, al comprobar en el brillo de su mirada lo que ya sabía, la besó con lentitud, como el adolescente que entraba desnudo en las pozas limpias del río para acechar a las truchas, tantos años atrás. Estaban dentro del coche aparcado en un margen de la carretera, una suerte de mirador natural.

El cielo seguía muy azul y el valle verdeaba a sus pies cuando retiró sus labios de los de ella y, por unos segundos, buscó la luz. Luego volvió a los labios y se encerraron de nuevo en sus sensaciones, fuera del tiempo, en la otra luz; ésta latía y los labios se buscaban, amorosa, sabiamente, para no arder de una sola vez sino fundiéndose poco a poco a la manera de una combustión lenta. Carlos percibía la anhelosa exigencia de ella al mismo tiempo que sus propios espasmos de alegría, todo participando del beso. Y de ese nudo deseado surgía la comunión que iba extendiéndose por sus cuerpos como un aceite.

¿Por qué?, se preguntaba desde sus sensaciones Carlos, a la vez que se alejaba y se acercaba a ella, buscando ahora los besos como pájaros excitados, como si estuvieran señalándose el uno al otro los puntos donde luego pensaban demorarse, uno por uno, por fin entregados. Parecían pájaros picoteándose amorosamente en los labios, empezando a reír entre dientes, de una manera susurrante, como cómplices que conocen el juego que van a jugar y se anticipan al gozo inminente trasladándose sus deseos el uno al otro en cortos y nerviosos bocados de placer. Carlos había tomado la nuca de Carmen entre sus manos, en un gesto de dominio inconsciente, y ella lo aceptaba activa, viva, buscando la de él con sus manos, acariciando su pelo, entremetiendo sus dedos por el suyo, cada vez más juntos, cada vez más excitados, cada vez más adentro el uno del otro, boca a boca, entrelazando sus lenguas con urgencia, pidiendo, exigiendo más, mucho más de lo que estaban haciendo. Y Carlos comprendía en medio de todo ello que tendrían que sacar el coche de allí y buscar un lugar nuevo, pero su mano izquierda se extendía ahora hacia la portezuela del coche y, cuando la abrió, los dos empezaron a dejarse caer desde el asiento hacia afuera, después lentamente hacia el suelo, en una especie de descenso interminable; luego apoyó una mano y una de sus rodillas en tierra, extrajo a Carmen y quedaron semitumbados y abrazados al pie de la portezuela abierta, mirándose a los ojos, volviendo a besarse mientras el ruido de un motor se acercaba, cruzaba ante ellos y se perdía carretera adelante; y luego otro; y otro; y ellos continuaban besándose.