Desde el primer momento, a la Juez de Marco le había impresionado muy favorablemente la Brigada de la Guardia Civil que le enviaron. El capitán López traía consigo gente joven muy bien formada. Hay que ver, pensó, el cambio tan impresionante que ha dado este país. Los veía actuar con verdadera eficiencia y demostrando estar al día en cuanto a técnicas de análisis e investigación. Pero, a pesar de todo, se hallaban ante un muro. Eso era lo que le venía diciendo al capitán López, que estaba al frente de la investigación.
—No aparece el arma homicida, no hay huellas fiables, no hay testigos de ninguna clase…
—Tiene que haber testigos. Tiene que haberlos y más de uno. No me refiero a testigos presenciales —decía la Juez—, sino a gente que ha visto cosas en las que no ha reparado y que son significativas, indicios significativos para movernos en una buena dirección.
—Eso es cuestión de suerte —comentó el capitán.
—No, es cuestión de perseverancia. Necesitamos un hilo del que tirar. ¿Cómo voy a instruir el caso si no? Aún más azarosa es la búsqueda de pruebas sin saber qué estamos buscando y, sin embargo, ustedes siguen en ello.
Porque la verdad era que trabajaron bien, pero era un trabajo a ciegas. La mancha de sangre en la alfombra, que debió quedarse allí a causa de un traspié o un tropezón del asesino, resultó ser del propio Magistrado. La búsqueda de un arma afilada o de calzado manchado de sangre —debían de ser unas zapatillas de deporte o algo similar a juzgar por las escasas e insuficientes marcas que se encontraron— no daba resultado alguno, aunque estaban ampliando el perímetro de rastreo. En definitiva, Mariana sólo contaba con la deducción, bastante intuitiva de todos modos, de que el criminal pertenecía a la colonia de veraneantes. Y, en realidad, ésta era su única pista fiable, al menos para ella, y por eso estaba dispuesta a interrogar a todos los empleados de la colonia, a conversar con los propietarios a la menor oportunidad, a registrar hasta en el último rincón de la colonia, a seguir insistiendo, en definitiva, en busca de ese hilo que la condujera a la madeja. De momento lo estaban haciendo con cuidado porque no deseaba alterar a la población de la colonia y de Las Lomas, ya que eso sólo conseguiría perjudicar la investigación. Pero ni aparecía el arma —una navaja, un bisturí, un instrumento muy afilado que les podría sugerir mucho, sin duda— ni las dichosas zapatillas, ni un móvil que, ella estaba segura, les conduciría directamente al asesino. Pero la suerte no se ponía de su parte. Quizá el mismo capitán López estuviera dispuesto a apoyar su tesis del asesinato cometido por alguien del círculo, estrecho o amplio, del Magistrado; al menos colaboraba con eficacia y estaba desarrollando por la Villa una red de comunicación muy diversa, a la espera de pescar ese comentario o esa reflexión de alguien que pudiera ayudarlos a iluminar la escena, tal y como ella le había pedido. Pero, por el momento, no asomaba nada de nada, lo cual comenzaba a resultar un poco desesperante. La Juez empezó a temer que el asunto se alargara en el tiempo, que finalmente se convirtiera en una rémora. No le gustaba un pelo la idea de acabar dictando un sobreseimiento provisional.
Entonces recordó el comentario que le había hecho a Fernando Arriaza durante el interrogatorio. Ella mencionó una navaja y Fernando asintió. Aún no quería descartar la idea de que se tratase de un delincuente común el que estaba detrás del crimen. El arma, fuera la que fuese, no parecía fruto de la improvisación: pertenecía a alguien y ese alguien la usó; no tomó un cuchillo de cocina con prisas o algo así. No. Era su arma. Eso es lo que no encajaba bien con la idea del veraneante asesino. Había que seguir buscando, porque era seguro que el asesino se habría deshecho del arma. Entonces recordó lo que alguien expresó nada más ver el cadáver, alguien del primer momento, que dijo: A éste lo han degollao con una navaja cabritera. Es posible que fuese uno de los números que la acompañaron en el atestado. Pero de ahí venía la clave, la idea de que éste no era un crimen rural, propio de navajas cabriteras, sino más urbano, más propio del hombre de ciudad. ¿Una navaja de resorte? ¿Un bisturí? En todo caso, la idea de la navaja volvió a su cabeza cuando interrogaba a Fernando Arriaza y ahora por tercera vez y, volviéndose hacia el capitán, decidió hacerle participe de su corazonada sin encomendarse a Dios ni al Diablo…