La plaza se aprestaba a recibir el sol que, aunque muy difuminado aún tras un tupido velo de nubes, se hacía notar por fin. La gente recorría el perímetro deteniéndose a paso lento, entrando o saliendo de las tiendas que se alineaban bajo los soportales, hablando entre sí, siempre con ese descuido propio del tiempo de vacaciones. Era un paseo continuo arriba y abajo, tranquilo, pero tan poblado que parecía bullicioso y colorista. Hombres y mujeres se saludaban unos a otros al cruzarse y los dueños de los negocios —la tienda de ultramarinos, la ferretería, la mercería, los periódicos, el carnicero, el restaurante, los cafés, el estanco— salían a menudo a la puerta para charlar con algún transeúnte o entre ellos mismos. En el centro de la plaza quedaban los niños alborotando en pandillas que los más pequeños observaban atentamente. En paralelo a los soportales, el amplio cuadrado central de la plaza lucía un espléndido recuadro de plátanos podados y entrelazados bajo los que se sentaban las madres de la chiquillería. En su conjunto, toda la plaza, incluidas las casas que la rodeaban, semejaba el escenario de un corral de comedia costumbrista por el que se movieran los figurantes con el mejor de los ánimos. El aprecio por el sol de mediodía era, sin duda alguna, el principal impulsor de esta representación.

Carlos leía distraídamente el periódico en la terraza del bar de la plaza donde solían tomar el aperitivo. El sol asomó un poco más, rodeado de cerco. Un calor húmedo se disponía a apoderarse por quinto día consecutivo de San Pedro, por lo que todo el mundo sin excepción había tomado el asunto del tiempo como tema de conversación. Se hablaba de sequía, se hablaba de situaciones anticiclónicas, se apelaba a la memoria de los lugareños que, como de costumbre, no recordaban un verano más caluroso que aquél en toda su vida. Con ello, las playas estaban llenas y el fin de semana quedarían atestadas de público procedente de las provincias limítrofes del interior, ávido de mar, gritos de familia y filetes empanados y tortilla de patata embadurnados de arena. Eso pensaba con fastidio Carlos Sastre mientras hacía tiempo esperando la llegada de Carmen Valle.

Sin embargo, no podía fijar la atención en el periódico, que tan pronto cogía con ambas manos como lo dejaba descansar, doblado sobre sus rodillas. El interrogatorio de la Juez de Marco había sido seco y formal. La formalidad le parecía correcta, pero la sequedad le llamaba la atención. Era cierto que apenas se conocían, pero, de todos modos, en determinados círculos no hace falta intimar para tratarse entre sus componentes bajo una forma peculiar de reconocimiento. Se percataba, además, de que tendía a justificarse de vez en cuando, como si necesitase alejar cualquier sospecha. Ante cada hecho o suceso, por nimio que fuera, que le recordase que alguien estaba tratando de solucionar el caso, se obligaba a convencerse de lo sólido de su posición. En concreto, ahora le obsesionaba la idea de que en su acción había una fisura: puesto que sólo podría sentirse realmente a salvo cuando dieran con el asesino y eso, por desgracia, era imposible, ya que el crimen no les conduciría a ninguna parte, no habría nunca un sospechoso fiable, de manera que, aunque no pudieran dar con él, con Carlos, tampoco darían con nadie más; y eso lo sentía como una amenaza de por vida, como una franja de inseguridad insalvable, en la que debía prepararse para vivir instalado, pues nunca, a no ser por una arbitrariedad del destino o la sorprendente aparición de algún inocente como culpable, quedaría real y definitivamente sepultado para siempre el caso. No. Nunca habría modo de cerrar el caso y ésa sería su cruz aunque lograra olvidarlo todo.

¿Sería ese sinfín la venganza de aquel Juez en quien durante sólo cuatro días pudo concentrar el odio de toda una vida, la venganza de impedirle vivir tranquilo por el resto de sus días como pago por su muerte? Ah, pero tal pago estaba dispuesto a asumirlo aunque, de haber dispuesto de más tiempo y oportunidad, lo que en verdad le hubiera compensado habría sido revelarle quién era él mientras que se consumaba la muerte irreversible y haberlo enviado al infierno con la carga de la horrible revelación bien atada a sus espaldas.

Desgraciadamente, no podía abandonar San Pedro, porque eso quizá sería tanto como llamar la atención sobre él. Pero el cambio de aires le hubiese beneficiado, sin duda. Temía al vaivén que produce la alternancia entre tensión y relajo, porque empezaba a intuir que, cuanto más se acortase la distancia entre ambos estados de ánimo, antes acabarían trenzados y agarrotados como en un efecto torniquete. Buena parte de su aparato de supervivencia general estaba construido sobre su capacidad natural de mantener el ánimo y la cabeza fríos y en controlar los arrebatos a los que, eso sí, de manera infrecuente, se abandonaba en momentos críticos. Y sabía por experiencia que a esos momentos no era ajena la sobrecarga de autodominio que, a veces, como una salvaje migraña, lo desquiciaba y después lo dejaba postrado y atacado por una grave sensación de melancolía e indefensión. A este estado le tenía temor, no porque no pudiese dominarlo sino a causa de los descuidos que, en semejante actitud, pudieran delatarlo por la pura y simple debilidad de reflejos que lo acompañaba.

Por otro lado estaba Carmen y él se quedaría allí donde ella estuviese; porque no deseaba perderla, sí, pero también porque comprendía que justamente ella era el factor de estabilidad que necesitaba para embarcarse en la dificultosa travesía de los días inmediatos.

Y se hallaba sumido en estos pensamientos, a medio camino entre el ensimismamiento y las distraídas hojeadas al periódico, cuando una idea le inundó de luz.

En fin, que no podía irse ahora de San Pedro sin llamar la atención y, consecuentemente, levantar sospechas en su propia dirección cuando, con toda probabilidad, la policía y la Juez ni siquiera habían reparado en él. Pero sí podría irse antes de lo previsto si se marchaba acompañado por Carmen Valle. La situación que empezó a dibujarse en su mente le pareció tan idónea que se detuvo a reflexionar, porque le resultaba increíble la perfección con que encajaban las piezas. Una historia de amor, un arrebato, una necesidad de apartamiento entre los amantes… ¿quién iba a dudar que bajo ello se escondiera ninguna otra intención? Aún más: el suceso echaría un velo tan tupido sobre ambos que la Juez y la policía prescindirían de él, se haría invisible a sus ojos, le olvidarían, le descartarían de manera natural, y continuarían persiguiendo al asesino fantasma del Juez Medina. Y mientras tanto, él estaría felizmente perdido en cualquier lugar a cientos de kilómetros de San Pedro, por el resto del verano y en los brazos de Carmen Valle.

En su precipitada alegría, Carlos tiró el periódico al suelo al descruzar las piernas. Lo recogió en seguida, cuidando de encajarlo en su propia composición, lo alineó bien por el borde inferior, lo dobló y lo puso sobre la mesa. Sólo entonces tomó el paquete de cigarrillos que quería coger al llamado del golpe de excitación que el descubrimiento le había producido, extrajo uno y lo encendió. Apenas fumaba, pero aquel momento de exultación le pareció de lo más apropiado. Luego miró su vermouth aguado. Consultó la hora, miró alrededor y, por fin, se recostó en la silla y llamó al camarero.

—Otro vermouth, por favor, esta vez con un dedo de ginebra. Sólo un dedo —recalcó—. Sólo para alegrarlo —el camarero, que lo conocía como cliente habitual, hizo un gesto de complicidad y se alejó hacia el bar balanceando la bandeja. Carlos levantó la cara al cielo mientras se cubría los ojos con las gafas oscuras. El sol brillaba de tal modo que el cielo blanqueaba a su alrededor. El velo de nubes se disipaba rápidamente retrocediendo hacia el horizonte del mar o las montañas del interior. Cuando volvió a echar una mirada alrededor, Carlos vio aparecer andando por una esquina de la plaza a la Juez de Marco y a un mando de la Guardia Civil, o ese porte tenía, que caminaba junto a ella mientras iba atendiendo a sus explicaciones. El gesto de ambos era de intensa concentración y no le cupo duda alguna sobre la índole del asunto que venían tratando. Entonces recordó que esa tarde se celebraba el funeral del Juez, cuyo cadáver ya había partido hacia el panteón familiar en algún lugar de la provincia de León, el cual ni recordaba ni le importaba recordar. Pero tendría que acudir al funeral porque lo organizaba la colonia.

La Juez y el guardia civil pasaron frente a él sin verle, siguiendo su charla. Debían de estar realmente interesados.

—Adiós —musitó sin apartar la vista de ellos, con el cigarrillo humeando entre los dedos.

—Su vermouth, caballero —dijo una voz a su lado, mientras aparecía repentinamente el vaso en la mesa.