Mariana y Carmen tomaron asiento en un rincón de la cafetería después de pedir dos cafés en la barra. La mañana estaba de llover, pero aún no se decidía. La zona del interior del local donde se encontraban ambas ofrecía un aspecto solitario y sombrío. Era su escapada antes de comenzar con la siguiente declaración.
—Qué español es esto de salir a tomar un café en mitad de la jornada laboral, ¿verdad? —dijo Mariana mientras encendía un cigarrillo.
Carmen Fernández era la Secretaria del Juzgado y en el año largo que Mariana llevaba de ejercicio en San Pedro habían estrechado una buena amistad. Si Sonsoles era su referencia durante los meses del verano, Carmen lo era también por el resto del año, sin que la una excluyera a la otra, tan distintas como eran, además. Mariana lamentaba que en el plazo de un año, dos a lo más, tuviera que abandonar, por la propia dinámica de la carrera judicial, el Juzgado de San Pedro. Quizá a los jueces por oposición, más jóvenes, no les significara un gran engorro el cambio periódico de localidad propio de un rápido sistema de ascensos, pero ella había conseguido su plaza por concurso, por el llamado tercer turno, que permite a un profesional de la abogacía acceder a la carrera judicial. San Pedro era su primera experiencia y, a tenor de la velocidad que antes había impreso a su vida, no tenía tanta prisa por moverse, prefería degustar las cosas de la vida con tiempo por delante. Al menos, mientras las razones que la llevaron a romper con el ejercicio de la abogacía, donde se la consideraba una profesional muy competente, siguieran vigentes, tanto en lo sentimental como en lo profesional. La vida y ella estaban empeñadas en una batalla en la que ninguna de las dos cedía terreno, aunque una de las lecciones que había extraído de su particular relación actual con el viejo Andy era que a la vida no se le debe plantar cara abiertamente sino que una ha de aprender a seguir la corriente tal como fluya, pero sin desperdiciar ni uno solo de aquellos remansos en los que un buen nadador se recrea como pez en el agua.
El viejo Andy era tan raro como el resto de los ingleses, pero a ella le venía tan bien en ese momento el modo de relación que habían establecido que pasaba por alto incluso el hecho de que fuera inglés. Con ella, él era tan apasionado como distante, una ecuación difícil de resolver, pero que se formulaba muy gratamente a lo largo del año en sus varios encuentros esporádicos y, de otro modo, en encantadoras conversaciones al calor del teléfono o en juegos de ingenio, medio eróticos, medio intelectuales, por el correo electrónico. Incluso se intercambiaban fotos —todas decentes— desde que compró el escáner a instancia de él. Era un juego divertido donde ella podía mostrar hasta el último jersey que hubiese adquirido o enviarse ambos fotografías de los espacios distintos, inéditos o sorprendentes que encontraban en sus respectivos lugares de residencia y también de sí mismos, con bromas añadidas. Como el territorio de Mariana era mucho más reducido que Oxford y su afición a la fotografía menor que la de él, la considerable ventaja de Andy se traslucía en un mayor número de imágenes almacenadas en el ordenador de Mariana. Ella sabía que, un día, por aquella ventana de plasma entraría algo perverso y lo envenenaría todo en la medida que al esperarlo —con asumida tranquilidad, con una consentida resignación— confiaba en saber reconocer el daño acechando a la puerta. Entonces haría desaparecer, sin un titubeo, todas las imágenes y las palabras que su disco duro guardara de él hasta ese momento. Porque así era la vida y no había que temerla.
—Si los jueces —dijo Carmen, muy sonriente— dais este ejemplo no hacéis más que legitimar el desayuno laboral, compréndelo.
—Un pequeño Juez de un pequeño Juzgado no tiene ascendiente social —repuso Mariana. El camarero llegó junto a ellas y les sirvió los cafés. Les dirigía la palabra con familiaridad, pero no de manera confianzuda; al fin y al cabo eran la Justicia. Le sonrieron agradecidas y el hombre regresó a la barra—. Ya veremos si puedo hacer lo mismo en destinos de mayor importancia —terminó, mientras dejaba caer dos perlas de sacarina en su taza.
—Ay, Mar, no me recuerdes eso que me amustio y los días grises son los peores para eso —Carmen la llamaba Mar y a Mariana le hacía gracia esa distinción singular, quizá por el carácter tan vivo de Carmen, quizá por la importancia del mar real en su actual forma de vida; en todo caso sólo lo aceptaba de ella.
—Cambiando de tema: estoy casi segura de que el móvil de este caso es la venganza pura y simple, sin más contaminación —dijo.
—A ver qué va a ser, si no. Pues claro que es una venganza.
—Sí, pero eso nos va a retrasar lo indecible. No tengo más remedio que hacer un exhorto o un suplicatorio, según, a los diversos Juzgados a los que haya pertenecido el Magistrado Medina para que me envíen una relación de los asuntos llevados por él en cada Juzgado, u órgano judicial y, a medida que los vaya recibiendo, que dale tiempo al tiempo, empezar a buscar hasta que salte un nombre; si es que salta.
—Ya. Y no está claro que vaya a ser suficiente aunque salte pronto; bueno, eso te ayuda a encauzar las pesquisas en el peor de los casos, pero nadie te garantiza que no salten otros nuevos nombres en los informes que falten por llegar. ¿No se te ocurre manera de acelerar eso, verdad?
—Si tuviera idea de dónde buscar y un poco de suerte… pero no tengo lo primero y en cuanto a lo segundo…
—No me creo que no tengas ni idea, te conozco —dijo con un severo tono de humor final Carmen.
Mariana se recostó y encendió otro cigarrillo. Luego suspiró.
—Tengo la misma idea que tienes tú, a saber: que no es alguien de aquí, de San Pedro, ni un sicario enviado por alguien, tipo thriller.
—Que es un veraneante, vamos.
—Sí. Apostaría a que sí.
—¿Entonces?…
—Pues que ahí me detengo. Hay muchos veraneantes entre Las Lomas y Valle Castañares y no sé por dónde empezar. En cuanto tuviera respuesta a los exhortos y suplicatorios, que son varios, podría ver si salta algún nombre, como te decía; pero hasta entonces, nada.
—Sí. Y ese entonces está muy lejano. Un mes de plazo sería un increíble golpe de suerte. Lo suyo es más, mucho más; sobre todo ahora, que estamos en vacaciones.
—Y si el nombre está entre los últimos en llegar…
Las dos mujeres se quedaron en silencio; pensativa, Carmen; como abstraída, Mariana. En realidad Mariana pensaba en otra cosa, pensaba en Andy, en que deseaba intensamente tenerlo consigo, en su casa, en su cama, en su baño, en su cocina, en su terraza, justo en aquellos momentos. Pensó si sería una necesidad de cobertura, de apuntalamiento. El caso lo estaba llevando con tranquilidad, así que debía de tratarse de una exigencia interior. Pero, por alguna razón, intuía que no andaban desconectados la intuición y el deseo; es más: que estaban mal conectados, que estaban conectados al revés. Tendría que recoger su intuición, darle una severa reprimenda y ponerla exclusivamente al servicio del sumario, a ver si con un poco de suerte…
—No me estás oyendo —dijo Carmen.
—No —confesó Mariana.
—Te decía que si nos hacemos con una relación de residentes temporales e invitados, es muy posible que podamos descartar a muchos y estrechar el cerco.
—Ya. Pero con eso no ganamos nada —comentó Mariana—. El proceso, a la inversa, es dar con el asesino y entonces reunir todas las pruebas: motivo, arma…
—Eso es para una detective, no para una Juez.
—Precisamente. Así que no queda más remedio que ir reuniendo todas las pruebas de que dispongamos mientras intentamos establecer el móvil de una manera más concreta que la de atribuirlo a una genérica venganza. Mientras tanto sólo podemos avanzar en la reconstrucción del crimen, las circunstancias, los detalles… e ir tejiendo una red que se cierre sobre el culpable en el momento oportuno. Pero sin la respuesta de los Juzgados, siempre llegaremos a un punto ciego. Volvemos a lo de antes: Estamos obligadas a esperar.
—Estoy segura de que podemos hacer algo más —dijo Carmen, enfurruñada, pero con decisión.
—Interrogar, confiar en que aparezcan testigos… Quién sabe; como te decía antes, a lo mejor en estos momentos hay por ahí alguien que aún no ha caído en la cuenta de que ha visto u oído algo que señala al culpable y, como no lo sabe, no nos lo cuenta. La paciencia es un arma muy eficaz. A veces es un cruce de datos en apariencia irrelevantes lo que hace saltar la chispa. Entonces, sí; entonces es posible que centremos las sospechas y podamos empezar a casar los datos sueltos que vayamos reuniendo.
—Te diré, Mar, que aunque sólo lleves un año y meses en el Juzgado pareces una veterana. Y yo sí que tengo experiencia en un Juzgado, como bien sabes.
—Ah, pero es que yo soy una veterana —recalcó Mariana—. O te crees que no he aprendido en todos mis años de abogacía tratando con jueces. Yo me he batido el cobre en los Juzgados, guapa, a ver qué te crees.
—Es verdad. Siempre lo olvido.
—Pues tampoco olvidemos nuestros compromisos. Debemos de tener ya esperando a Carlos Sastre —dijo Mariana levantándose y guardando el tabaco y las cerillas en el bolso. Carmen la siguió, tirando de su abrigo.
—Qué tipo tan especial, ¿verdad? —dijo Carmen mientras se dirigían a la puerta.
—Demasiado soltero —dijo Mariana—. Ése es todo su problema.
—¿Qué me dices? ¿No se ha casado nunca?
—No.
—Pues ya debe tener sus años, la criatura. A mí las mujeres que se quedan solteras me parecen bien, lo veo razonable; pero los hombres solteros, no los divorciados ¿eh?, los solteros, los que no se han casado nunca, pues qué quieres que te diga: no me parecen de fiar.
Mariana se rió.
—Carmen: la verdad es que tienes cada salida…