Carlos echó un vistazo al reloj y luego al cielo, decididamente encapotado. Estaba citado como testigo en el Juzgado y el tiempo de la cita se acortaba a ojos vistas. En un primer momento, cuando recibió la citación, estuvo a punto de perder los nervios. No era posible que sospecharan de él a tan sólo cuarenta y ocho horas de descubrirse el cadáver; en buena lógica él estaba por encima de toda sospecha, pero Carlos Sastre siempre había recelado de la casualidad, porque las casualidades eran su fobia, incluso cuando venían a su favor, como la que le permitió reconocer al Juez Medina. Apenas avisado de la citación, se dedicó a rememorar con cuidado cada uno de los acontecimientos así como su plan al completo y no halló ninguna fisura, ningún error. Lo único que vino a su mente fue la imagen de la criada de los Arriaza y su bolsa de playa o el asunto de la navaja en el baño. Ciertamente, si hubiesen hallado la navaja o las zapatillas —lo que le parecía de todo punto imposible, un puro azar con mínima probabilidad de cumplirse— y la criada hubiera registrado la bolsa, podría reconocer ambos objetos, pero ¿la había registrado? Recordó la salida de casa de los Arriaza bajo la mirada de Dora —la supuesta mirada de Dora, rectificó— y se dijo que una cosa era su estado anímico y otra muy distinta la realidad. En cuanto a Juanita y la navaja, a medida que el tiempo transcurría más convencido estaba de que la chica ignoraba su existencia. Sin duda que la precipitación con que hubo de planear el asunto lo puso al borde de ser descubierto, pero no lo fue, el plan funcionó y, sobre todo, consiguió lo que deseaba. El viejo Juez Medina llevaba ya cuarenta y ocho horas en el infierno, las mismas que llevaba él sobre la tierra, libre y a salvo y prendido de una mujer fascinante. ¿Acaso no era un premio? Si la justicia poética existía, su situación era la demostración misma de ello. Sólo lamentaba dos cosas: no haber dado antes con aquel figurón, aquel ignorante infatuado y sádico, y el hecho —de eso estaba seguro— de que la muerte elegida le impidiera reconocerlo, a él, a Carlos, antes de morir. Eso era lo que atenuaba una pizca el placer de la venganza. Pero Carlos sabía bien, por propia experiencia, que en la vida nadie consigue hacerse la foto soñada, como solía decir a menudo. Y si había cobrado la pieza, el fotógrafo no podía estar allí. El objetivo de la cámara hubiera sido la propia mirada del Juez Medina captando su muerte y por qué moría.
Se había ido vistiendo mientras daba vueltas a este asunto. Por otra parte, se dijo, no podía reconocerme, recordemos la noche de la fiesta. Buscaba una corbata que contrastase con su chaqueta de rayas, una corbata ligeramente atrevida, como un reto a la cita. Recordó a la Juez en la casa, mientras realizaba la inspección ocular, o eso supuso, antes de ordenar el levantamiento del cadáver. Pero, salvo Juanita y su tía y Fernando Arriaza, no hubo allí ninguna otra persona ajena al entorno de la Justicia. De hecho, esa misma mañana, apenas el guardia civil se dio la vuelta de regreso, telefoneó a Fernando y pudo comprobar que también lo habían citado a él. Mas, aunque estuviera convencido de que se trataba de una formalidad legal, no lograba dejar de sentir un irritante nerviosismo, doblemente irritante porque querría estar bien calmado ante la Juez de Marco. No le cabía duda de que no iban por él sino que lo citaban como mero testigo ocasional. Lo inquietante de estos casos es que durante el interrogatorio se puede escapar cualquier desliz, uno de esos deslices que sin aviso previo te extraen de entre las sombras y te colocan bajo los focos de la sospecha.
Por otra parte, la Juez pertenecía de algún modo al círculo de amistades del verano. Las pocas veces en que habían coincidido se fijó en ella como mujer, no como Juez. Esto era lo que le desconcertaba ahora. La mujer que estaba dirigiendo todas las actuaciones en torno al cadáver del Juez Medina le pareció distinta, muy distinta, de aquella con la que coincidiera una o dos veces tomando unas copas nocturnas entre el grupo de amigos de Las Lomas, de la colonia. Le resultaba enigmática esa manera de desdoblarse. Como mujer le parecía interesante, sin duda, una mujer alta, en su primera madurez y que vestía con cierta audacia y personalidad; desde luego, no pasaba inadvertida. En cambio, como Juez ofrecía un aire de contundencia, de exigencia, de seguridad, apabullante. Con toda probabilidad, las dos caras no serían opuestas sino más bien complementarias, pero eso es lo que daba miedo de ella: era una mujer demasiado fuerte, demasiado decidida. Carlos no podía ocultarse que le interesó cuando la vio de primeras, pero reconocía que algo le alejaba de ella. En seguida se lo pensó mejor y reconoció que le imponía. Ésa era la expresión: le imponía. El caso es que no encontraba nada que pudiera considerar intimidante en ella, sobre todo antes de la muerte del Juez, pero el sentimiento era de incomodidad y rara vez se equivocaba en este tipo de juicios. Sí, Mariana de Marco era una mujer incómoda.
Ahora, además, cuando se hallaba a punto de salir a buscar su coche para acudir al Juzgado, la detestaba. Como Juez la detestaba y detestaba en especial que fuera ella la que le obligara a sentarse a declarar. Le habría tranquilizado mucho más acudir a un Juez, aunque fuese una fiera, o un tipo arbitrario, o uno de esos personajes cortantes y antipáticos y pagados de lo que consideran su superioridad moral que tanto se dan en esa carrera, por la que Carlos sentía un genérico desprecio. Pero la persona de la Juez de Marco era un obstáculo para su tranquilidad por el doble motivo de su calidad de administradora de la Justicia y de mujer fuerte; aunque, si lo pensaba con detenimiento, un Juez masculino era el Juez Medina y él le había dado muerte.
Cuando salió por fin de su casa, dio unos pasos, se detuvo, se llevó las manos a los bolsillos como si hubiera olvidado recoger algo, las llaves quizá, y de repente se echó a reír, primero con alguna contención, después con franqueza, después estruendosamente incluso, en medio de la quietud que le rodeaba. Cualquiera que le sorprendiera en ese momento y pudiera saber que se disponía a comparecer ante un Juez como testigo en la instrucción de un sumario pensaría que el hombre se había vuelto loco o sufría un ataque de nervios, pero nada de eso alimentaba su risa. No; por el contrario, era una idea que le parecía irresistiblemente cómica la causante de aquel regocijo: la idea de sí mismo prefiriendo declarar ante un Juez: ¡Un Juez y no hacía cuarenta y ocho horas que había acabado con la vida de uno de ellos!