El allegretto de la Séptima Sinfonía de Beethoven por Kubelik sonaba tenue, con ese aire de paso funerario y emoción lírica que tanto fascinaba a Carlos, avanzando in crescendo mientras repetía una y otra vez el tema principal. Así se sentía él también. Después de todo, al final del crescendo las variantes del tema sonaban llenas de vida, ligeras y animosas, y así sería hasta que regresara el tema en alto, para recordarle el aire de marcha inicial, y luego otra vez las variaciones, más tarde en eco, hasta el final del movimiento, tan original, tan explícito. Y así, en efecto, se sentía él, encelado con la música y sus sensaciones y sus proyectos y la imagen de Carmen.
Mientras la Filarmónica de Viena atacaba animosa el presto, encendió un cigarrillo y se colocó bajo el umbral de la entrada. El sol, que ayer lucía espléndido y parecía afirmar la voluntad de no dejar paso a la lluvia, lo que tenía a los lugareños en ascuas, a punto de empezar a regar de lamentos el valle por lo que consideraban ya una sequía, había desaparecido tras un cielo densamente gris. Era cierto que para el turismo de la zona el buen tiempo estaba siendo de lo más beneficioso, pero no lo era menos que, si uno alzaba la vista hacia el interior, veía pardear algunos prados. En tales ocasiones, Carlos siempre renegaba del calor («Si quieren que esto sea verde, si tanto aprecian el verde, si tanto los estimula a venir aquí, habrán de saber que eso no se consigue por la gracia de Dios sino de la lluvia», diría), pero la perspectiva de un día de playa junto a Carmen se complicaba ahora. Aquella mañana de playa era necesaria para su guión, el que se había formado en la cabeza, y las cosas no venían sucediéndose tal y como deseaba que se sucedieran para cumplirlo. Era muy propio de él adelantarse a los acontecimientos, como si planearlos e imaginarlos fuera un aliciente añadido y una parte importante de la satisfacción a obtener. Había también en todo ello algo de invocación y de rito propiciatorio. Carlos se tenía por un hombre previsor, pero, además, capaz de actuar con absoluta rapidez si la ocasión lo requería; porque no había llegado a donde estaba por casualidad sino a través de un esfuerzo sostenido y medido con precisión, sin perder de vista en ningún momento lo que buscaba. Había alcanzado el sitio que tenía en la vida porque no titubeó a la hora de dar un paso adelante. Él era previsor, sí, pero solía reconocer muy bien las ocasiones en las que no es la previsión sino la audacia lo que te va a dar toda la ventaja. El caso de Carmen era más para saborearlo que para caerle por sorpresa. ¿Por qué? Porque era previsible, porque su experiencia le decía que el encuentro era cosa hecha; las señales, inequívocas; el plazo, breve. La lentitud, la demora, habría que guardarlas para otra etapa, no para iniciar el encuentro amoroso. Y de ella le gustaba en especial el hecho de que se hubieran entendido con tanta claridad acerca de sus deseos respectivos sin necesidad de mencionarlos de modo directo, más bien apelando al juego de seducción que, entre adultos, tiene un encanto lleno de esencias, un paladar tan complejo como un buen reserva y ninguna de las torpezas de la juventud.
Entonces advirtió que la Séptima había terminado sin que él se diera cuenta. Entró en la casa, tecleó el número de orden y volvió al comienzo del presto no sin antes consultar su reloj: Sí, disponía de tiempo.