Cada vez que la Juez de Marco volvía a repasar sus conclusiones, siempre llegaba mentalmente al bosque y ahí se quedaba quieta como un sabueso desorientado, ahí se perdían las pistas. Si al menos pudiera saber lo que buscaba… El bosque permitía al menos tres salidas. La principal, a la carretera, tanto en dirección a la general como para entrar en San Pedro, pero no se encontraban indicios de que el asesino hubiera dejado aparcado su coche en algún punto de la calzada ni que lo hubiese internado en el bosque para ocultarlo a la vista de cualquier testigo casual. Ah, pero lo más desesperante era la inexistencia de testigos, como si a esa hora la población entera de San Pedro se hubiera sumido en un letargo general. De las otras dos escapatorias posibles, una era absurda: tendría que haberse internado en Las Lomas y atravesar las propiedades de varios inquilinos antes de alcanzar las primeras casas de San Pedro; y la otra sería para salir al río, remontar su curso, cruzarlo por el viejo puente de tablas y escapar por la otra margen hacia las urbanizaciones de la playa. La idea, a falta de coche, de que se pudo echar a andar hacia la carretera general quedaba descartada también porque tenía no menos de una hora de caminata. Una hora de venida, el crimen y otra de vuelta: Imposible. La sensación predominante era que el asesino se había esfumado en el bosque.

La Juez de Marco se preguntó de pronto por qué figuraba entre las primeras conclusiones de la investigación la posibilidad de que el asesino escapara rodeando la casa para acabar usando la misma portilla por la que entró. El tiempo corría en contra de él; era impensable que dudara de la eficacia del tajo que había hecho a un lado del cuello seccionando, entre otros vasos, la carótida izquierda. ¿A cuento de qué, entonces, el tiempo perdido en ese rodeo? El golpe, eso estaba claro, había sido muy audaz, había elegido muy bien el día, un día en verdad caluroso, cuando el calor fatiga doblemente debido a la humedad, la hora de la siesta; pero al golpe también lo caracterizaba el hecho de que tantas más probabilidades tenía de lograr su objetivo cuanto menos tiempo durase su ejecución. Así pues, el retraso, la pérdida de ese tiempo, no tenía sentido. A menos… a menos que sí lo tuviera, pero, entonces, ¿cuál era éste? ¿Quería pasar de manera expresa ante el ventanal y echar la última mirada a la escena, ver el efecto desde afuera?; pero eso requería un artista, el pintor que se aleja para contemplar el cuadro que acaba de terminar. Llegada a este punto, a la Juez le pareció lo más prudente no seguir fantaseando.

Y de pronto, con sus pensamientos cayendo con la misma naturalidad que la lluvia hasta que desborda el cauce del río y éste se sale, lo comprendió: El asesino quería cerciorarse de la muerte de su víctima, quería ver el escenario de su muerte cumplida. Era tan sencillo que ni siquiera se felicitó por haber dado con ello. Sencillamente, fue así. Ahora bien, ¿por qué?

Pero eso volvía a dirigir sus pasos hacia la intuición inicial que se manifestó con toda sencillez en ella al contemplar por vez primera el escenario del crimen.