Carlos se revolvía inquieto en la cama sin conseguir dormir ni despertarse del todo. A juzgar por la escasa luz que se colaba entre los intersticios de las contraventanas, la mañana no debía de estar muy avanzada. Había dormido mal, con frecuentes sobresaltos que lo despertaban rompiendo sus sueños, unos sueños muy complicados de historias tortuosas y decenas de personajes pululando con él por ellas. Estaba cansado y le dolía la espalda entre los omóplatos, justo debajo del cuello, donde sentía el músculo agarrotado. Después de muchas vueltas, optó por sentarse en la cama. De momento no había nada que hacer y lo mejor sería compensar más tarde el desajuste con una buena siesta. Además, estaba inquieto por Carmen Valle también. De hecho había soñado con ella, pero ya no recordaba las circunstancias. Sentía un fuerte deseo de volver a verla, un fuerte imperativo sexual. Él sabía que ella estaba dispuesta, aunque la noche anterior se limitasen sólo a charlar entre cena y copas. Él lo sabía y ella también. Si no se decidió esa misma noche fue por un cierto sentido de delicadeza y del ritmo de las cosas, pero si ahora apareciese por la puerta, la verdad es que se echaría sobre ella, por así decirlo, sin mediar palabra. De todas maneras, ése era el lado bueno; el malo era que el retorcido sueño de la noche no auguraba ninguna tranquilidad, pues señalaba la evidencia de un desasosiego costoso de aceptar.
Si todo había salido bien, si había descargado la tensión, si había librado, con un golpe de fortuna increíble, a su alma de un peso asumido sin esperanza durante tantos años, asumido y sepultado en el olvido, si la aparición de Carmen parecía un glorioso remate a su suerte, ¿no podría librarse también de ese desasosiego, o lo que fuera, que le fastidiaba el sueño? No era un caso de conciencia; en modo alguno podía aceptar que su conciencia le dictase culpa porque en verdad le había dictado todo lo contrario: venganza. El malestar debía de hallarse en esos rincones inescrutables del alma que se forman cuando uno aún no puede ser consciente de que se están formando. Por eso no podía nombrarlo. No. Sólo se le ocurría culpar al número de la Guardia Civil que lo había despertado a primera hora para comunicarle verbalmente la citación del Juzgado como testigo. ¿Testigo de qué?, preguntó. El guardia civil se encogió de hombros y le dijo que la notificación escrita la retirase en el mismo Juzgado. Al parecer todo eran prisas.
Se puso en pie y se dirigió a la ducha. Sea como fuere, decidió empezar el día con un buen desayuno y una larga caminata. Telefonearía a Carmen para ver si disponía del almuerzo; si no, le propondría que se uniera a ellos en el aperitivo. Cuando la inquietud está molestando, lo mejor es no darle tregua. Mucho movimiento, actividad, en fin… no hay desasosiego que resista una buena sesión de dinamismo. Además, era la segunda noche ya desde la muerte del Juez, Carmen era un acicate, había tomado algunas copas… todo eso contribuía al desajuste. En uno o dos días más, y aunque fuera en una semana, las aguas habrían vuelto a su cauce y dormiría a pierna suelta… con Carmen a su lado.
Me ha dado fuerte, pensó.
La perspectiva que se acababa de esbozar le animó sobremanera, de modo que cuando se aproximó ya empezó a encontrarse guapo, salvo por la barba de un día que le sombreaba las mandíbulas. Entonces congeló la imagen mientras un pensamiento llenaba su cabeza: ¿Habría advertido Juanita que la navaja de afeitar ya no estaba en el baño?
Respiró hondo, para detener la violenta aceleración del corazón, y pensó rápido. La navaja estaba siempre guardada en su bolsa de aseo, pues lo que utilizaba para afeitarse cada día era la maquinilla de hoja. La navaja era una concesión al esnobismo y la usaba muy de tarde en tarde, pero ahora no recordaba que la hubiera usado y dejado en la repisa del armarito algún día, nunca a la vista, seguro, en todo caso tras los frascos diversos. Claro que ella no tenía por qué comprobar si había desaparecido o no. Y, en todo caso, ella no tenía por qué fijarse. Quizá la curiosidad, quizá el azar… Miró en el armarito de baño y comprobó que la maquinilla y las cuchillas seguían allí. La bolsa de aseo estaba aparte… Pero ¿y si sospechaba algo? ¿Y si asociaba la navaja con el arma del crimen? Era necesario averiguar si corría por el pueblo la referencia precisa del arma con que el Juez había sido ejecutado. En caso afirmativo, era factible creer que Juanita hubiera asociado no el crimen, pero sí el arma («Ah, pues don Carlos usa también navaja, como en las barberías») y de ahí, poco a poco, desarrollase una curiosidad que la llevara a indagar por el baño en general. O alguien la animase a hacer una comprobación al escuchar su comentario… Y si no la encontraba por ninguna parte… Hoy en día nadie utiliza una navaja barbera para afeitarse. Incluso dudaba si no lo habría comentado con uno o varios del grupo, que la poseía y a veces la utilizaba. Su imagen seguía congelada en el espejo, como si se hubiera separado de sí mismo. Bien, caso de haber hablado de la navaja, salvo que fuera por arrogancia o por esnobismo, nadie le daría importancia. Y si fue por esnobismo, merecido se lo tenía. Con decir que no la trajo consigo este verano… y, además, ¿quién iba a ocuparse de recordar un comentario fugaz?
Carlos se golpeó con la palma abierta en la sien. No recordaba si la dejó a la vista en el baño alguna vez. No recordaba siquiera haberla utilizado. Probablemente, sí. Probablemente, no. Era un ritual afeitarse con ella, por cierto, un ritual complicado en comparación con la maquinilla, pero la usaba en Madrid, los fines de semana, porque al disponer de más tiempo satisfacía el cuidado y la minuciosidad inherentes a la liturgia que rodeaba el afeitado. De modo que debería recordarlo, si la había usado este verano. Pero no, no lo recordaba en absoluto. Y, en todo caso, la había traído consigo con la idea de usarla por placer, de vez en cuando, nunca a diario… Oh, sí, ahora lo recordó: No la guardaba en el baño, precisamente porque temió que si la usaba a diario se hartaría de ella, perdería el estímulo placentero del ritual; no se debe abusar de los rituales. La misa es sólo para los domingos. La misa diaria es pura rutina o beatería. Y se había olvidado de ella hasta que la sacó del ropero; pero dos días antes se había afeitado con ella, sí, por eso recordaba haberla sacado del ropero y luego, en efecto, la dejó al fondo del armarito, por detrás de la colonia, la loción, el desodorante, en fin. Porque de allí la cogió el día de la muerte del Juez.
Así que la había usado en total… dos veces, pensó, mientras pasaba sus manos por la barba que le sombreaba la mandíbula.