La Juez de Marco había citado a Asunta, la cocinera del Magistrado Medina, y pensó que el interrogatorio era tan obligado como inútil aunque, después de todo, no resultara serlo, pues le ayudó a resolver sus dudas acerca de lo que denominaba con humor el «misterio de las patatas». Tal y como Asunta lo contaba, ella, seguida de su sobrina, irrumpieron en el salón de la casa, fueron directas a la butaca del Magistrado y, al contemplar el horrible cuadro de sangre, Asunta se cayó redonda sin decir esta boca es mía. Cuando la Juez insistió en este último detalle, Asunta admitió tanto haber gritado como saberlo por su sobrina, pues a ella no le quedaba conciencia de eso, según sus palabras. Ahora bien, lo que desconcertaba en grado sumo a la Juez era el hecho de que hubiera ido directamente hacia el sillón de orejas del salón. En primer lugar, porque, desde la entrada, era imposible advertir algo anormal en el salón y mucho menos la presencia de un cadáver y, en segundo lugar, porque lo propio hubiera sido que acudiese a la cocina a dejar la cesta de patatas y, más tarde, por un motivo u otro, se acercara al salón y descubriera el cadáver. Pero lo cierto es que Asunta desmentía la lógica y las patatas dispersas por el suelo corroboraban su declaración. Llegó, vio y soltó la cesta de patatas mientras se privaba en brazos de su sobrina.
¿Qué podía haber atraído su atención hasta el extremo de obligarle a romper con su norma habitual de comportamiento? La Juez buscaba una respuesta para esa pregunta.
¿Entró en la casa del Magistrado con su llave o estaba abierta la puerta? Estaba abierta. La Juez de Marco evaluó la posibilidad de que el asesino poseyera una llave, pero Asunta no sabía de nadie que tuviese un duplicado salvo, quizá, los dos hijos de la víctima, uno de los cuales vivía fuera de España y la otra casi nunca aparecía por San Pedro; y ella misma, aunque si el Juez Medina andaba por casa la encontraba siempre abierta. La Juez no se hizo demasiadas ilusiones de sacar algo en limpio por ahí. En San Pedro sólo se cerraban las casas cuando no quedaba nadie adentro e incluso si la abandonaban por un rato tampoco solían cerrar. Es cierto que en verano aumentaban los robos, pero seguían siendo escasos y nadie les daba importancia. De todos modos, lo investigaría.
La Juez vio salir del despacho la figura rechoncha de Asunta y solicitó la presencia de Juanita.
Juanita entró con las manos juntas por delante, lo que le daba un aspecto un tanto encogido, y se quedó de pie ante la mesa hasta que le indicaron que tomara asiento en la silla donde minutos antes estuviera su tía. La chica, que no tendría más allá de los dieciocho años, se sentó casi al borde sin separar las manos. La Juez comparó inevitablemente su figura con la de la tía y pensó que esa muchachita, que ahora no se diferenciaba de tipo con las demás adolescentes de su edad salvo en ciertos detalles —como la finura de aspecto propia de quienes traen detrás algunas generaciones de colegio de pago—, pronto empezaría a convertir sus formas, primero, en rotundas a causa de una vida previsible de ama de casa y después, a poco que tuviera dos hijos, se deformaría por entero hasta alcanzar la pesada y redonda planta de su tía. Y se preguntó si en estos pocos años de su vida en los que su condición de pueblerina se difuminaba bajo un aspecto juvenil que unificaba físicamente a todas las muchachas, tanto urbanas como rurales, serían para ella el día de mañana, ya vuelta a su condición natural, un recuerdo de felicidad o de resignación.
—¿Estás estudiando? —le preguntó de pronto.
—No, señora. En el Instituto hice la Básica, pero luego me puse a ayudar en casa y luego a servir.
—¿En Santander?
—Sí, señora. Bueno, al lado de Santander, pero como si fuera el mismo Santander, que hay línea de autobús y todo. Es en un chalé de unos señores que tienen dos niños. Y ahora en verano, pues aquí, porque los señores se han ido el mes entero a Mallorca con los niños y todo y, claro, no me iban a dejar sola en el chalé. A mí me viene bien —Juanita se relajaba a medida que iba apoyándose en sus propias palabras— porque tengo las vacaciones pagadas, veo a mi familia y, encima, me saco un dinero bueno con don Carlos… —se detuvo al ver el gesto inequívoco de la Juez que le indicaba contención.
La Juez de Marco suspiró. Tomarle declaración no le llevaría demasiado tiempo, pero decidió alargar el interrogatorio un poco más, antes de dar un respiro a la funcionaria que transcribía la declaración de la testigo. Miró a la Secretaria del Juzgado e intercambiaron un gesto de paciencia.
—Vamos a ver. Dices que tu tía gritó y se desmayó de inmediato. Pero el cadáver del Magistrado estaba, si no me equivoco, escondido tras la butaca, así que Asunta no pudo darse cuenta de la presencia del cadáver hasta que estuvo encima, ¿no es así?
—Sí, señora.
—Es decir, que fue hacia la butaca y cuando llegó cerca vio la sangre primero y luego al Magistrado Medina muerto. Y en ese momento gritó.
—No, señora, no. Ella estaba agachada cuando lo vio.
—¿Agachada? —se interesó la Juez—. Dime exactamente cómo.
—Pues es que la tía iba a coger la patata, que se había ido rodando hasta la butaca, y entonces lo vio, todo el suelo lleno de sangre y el Juez lo mismo. ¡Menudo cacho grito soltó! Y luego se pegó la costalada contra el suelo y entonces yo…
—Espera —la interrumpió la Juez—. ¿De qué patata hablas?
—De la que se le cayó. Es que se tropezó con la alfombra de la entrada y ésa fue la primera vez que la tuve que sujetar, que si no se la pega igual, y entonces se le escapó rodando una patata…
¡Acabáramos!, pensó la Juez, mientras la muchacha seguía relatando. Así que fue una patata la que la llevó hasta el cadáver, pensó. Pobre mujer, no me extraña la clase de alarido que me describe esta infeliz. El resto de las patatas debió saltar por los aires en ese momento.
—¿Te acuerdas de la alfombra de la entrada? ¿Cómo estaba?
—Ay, pues no sé, en eso no me fijé, pero debía tener un buen rebuño en algún lado, porque casi me caigo yo también después de sujetar a la tía. Lo que pasa es que como se fue detrás de la patata…
—Ella no se acuerda de eso.
—No se acuerda de nada. Se lo inventa todo y, lo que no, es porque se lo he contado yo. ¡Menuda cuerda tiene!
—¿Tú llegaste a ver el cadáver?
—¡Como que casi dejo en el suelo a mi tía y salgo corriendo!
—Pero la cogiste y la sacaste de allí.
—Sí. Medio a rastras, medio andando. Entonces me la llevé al cuarto de la cocina y agarré el teléfono.
La Juez sonrió.
—La verdad es que tuviste presencia de ánimo.
—A ver, qué remedio.
Alguien asomó la cabeza por la puerta y la Juez le hizo seña de que aguardase fuera.
—Sólo una cosa más y termino de tomarte declaración: ¿No volviste al salón?
—No, señora, estuve todo el tiempo con mi tía. Yo no quería ni acercarme al salón; jolines, con lo que había allí.
Nadie se había percatado de la arruga en la alfombra, pensó la Juez, hasta que la Brigada se hizo cargo. Ahora ya no tenía remedio, pisada y repisada cien veces. Quizá no les hubiera dicho nada, sería una simple arruga, pero nunca se sabe. ¿Tropezaría el asesino? ¿La arrugaría él al pasar? El «misterio de las patatas» quedaba resuelto y explicaba el insólito movimiento de las dos mujeres, pero tenía la sensación de que la alfombra hubiera podido decirle algo más y, desde luego, ayudarle a reconstruir el crimen con mayor exactitud. La suerte fue que la sobrina acompañase a la tía; si no, estarían aún más a oscuras. Miró a Juanita con simpatía y gratitud. Después indicó a la funcionaria que daba por concluido el interrogatorio. Entonces se levantó, se acercó a la muchacha y siguió hablando informalmente con ella.
—¿Tú trabajas en La Cabaña, verdad?, debajo de El Torreón.
—Sí, señora, le arreglo la casa al señor, pero no le hago la comida ni nada de eso.
—¿Te da mucho trabajo? —preguntó la Juez con un leve aire de complicidad.
—Así, así —contestó Juanita, acomodándose en su silla—. Es que los hombres solos…
—Muy bien —concluyó la Juez—. Ahora te leerán la declaración y tú la firmas si es lo mismo que me has dicho a mí, ¿entendido? Y luego ya te puedes ir tranquila a casa.
—Pues seguro que dice lo que yo le he dicho, porque ya la he visto que lo apuntaba todo con la máquina —respondió Juanita. La Juez, la Secretaria del Juzgado y la misma funcionaria que estaba a la máquina intercambiaron una sonrisa de complicidad.
Mariana miró a Juanita con franca simpatía.
—Es sólo para estar seguros, Juanita, y por si quieres añadir algo más, algo que se te haya olvidado. Pero en todo caso es una formalidad que debes cumplir. Y no te abrumes —añadió al observar el agobio de la muchacha—, que sólo vas a firmar lo que me has dicho a mí, ni más ni menos.
—Es que a una le da un poco de corte eso de firmar; que no es lo mismo hablar que firmar un papel, que eso es muy serio.
Ahora fue la funcionaria quien detuvo un momento su tecleo para esconder la risa. Después miró a Juanita y a la Juez y terminó de pulsar las teclas; en seguida sacó el papel del carro mientras Juanita lo miraba con aprensión.
—Mujer, que es sólo un papel —dijo la Secretaria del Juzgado, casi apenada por la consternación de la pobre chica.
La Juez se llevó en un aparte a la Secretaria.
—Carmen, esta muchacha y su tía son testigos a reinterrogar a medida que vaya avanzando en la investigación. Saben más de lo que dicen, pero no es que mientan, sino que no saben lo que saben, ¿no te parece?
—Puede. Aún están muy cerca y muy afectadas. Ya las has oído. Es normal; son gente que acepta las cosas, pero no tiene costumbre de preguntarse por ellas, así que sólo ven lo que está a la vista, pero no relacionan unas cosas con otras. De todas maneras, su participación es muy corta; no sé si realmente habrán visto algo más de lo que dicen.
—Ya veremos —dijo la Juez, tomando a Carmen, la Secretaria, del brazo y caminando hacia la puerta de la sala.
Juanita firmó donde la funcionaria le indicaba.