El sol se hundía en el horizonte lentamente, un círculo rojizoanaranjado, sensual y distante a la vez, como la yema de uno de los huevos de corral que Juanita le traía puntual cada semana. Le fascinaban aquellas yemas teñidas de rojo que sólo encontraba allí, en San Pedro. El sol mudaba los escasos jirones de nubes blancas en un rosa también teñido de rojo. La línea del horizonte marino se extendía recta y desnuda. Nada, ni siquiera un velero o el cabrilleo de unas olas, turbaba la amplitud extraordinaria de aquel momento. Carlos apreciaba aquellos instantes como la cúspide de extrema belleza del día, cuando el cielo está limpio y el aire transparente, a esa hora en que la calima de un día de cielo descubierto y abundante sol desaparece como por ensalmo ante la profundidad de visión y la calidad de matices de la última luz de la tarde, la que extrae la más nítida y afinada belleza de los colores de la tierra.
Pensó en Carmen y se lamentó de no haberla traído consigo para mostrarle el espectáculo magnífico. Estaba seguro de que lo habría apreciado. Podía seguir el movimiento casi imperceptible del astro, ver cómo, muy poco a poco, el color rojizoanaranjado iba perdiendo intensidad a medida que se hundía tras la lámina del mar y la corola de luz blanca que lo rodeaba parecía despedirse de su fulgor con un paulatino empalidecimiento. Entonces seguía una luz gris que se adueñaba del espacio, que poco después comenzaba también a apagarse, dejando al color gris desnudo lo primero y, luego, abandonándolo y ensombreciéndolo como si ya sólo fuera el adelanto de la oscuridad.
Entonces Carlos se sintió de repente incómodo, como sacudido por un golpe de humedad. Algo semejante a una sensación turbia y fría se le había colado como un calambre hacia adentro y vio que todo el paisaje marino había virado hacia un gris metálico y sombrío. Además, se acercaba la cita con Carmen y era necesario volver a casa, a La Cabaña, a cambiarse por algo de más abrigo: calcetines y un jersey ligero al menos.
No había vuelto a pensar en el Juez. Sí en su acto, pero no en el Juez, como si el acto mismo lo hubiera eliminado para siempre de su vida. No sentía el menor remordimiento, al contrario; la vida es dura, la vida es sacrificio, se dijo, nadie regala nada y eso en el mejor de los casos. No había pensado en el del Juez, pero aún paladeaba la inesperada satisfacción de haberse quitado un peso de encima y la de haberlo hecho con la audacia y la rapidez de reflejos con que lo hizo. La vida es dura y uno se hace duro. Lo que ocurría es que el hecho estaba ahí y, con él, toda la parafernalia que iba a desencadenarse. Porque en esta última no había pensado en ningún momento, no había tenido tiempo: Todo sucedió tan deprisa… Pero según pasaba el tiempo se daba cuenta de que la investigación sería muy fastidiosa, que la Juez no se iba a contentar fácilmente. De nuevo el sacrificio, la resistencia, la lucha siempre. Ni una concesión, empezando consigo mismo: ésa sería su primera línea de defensa.
La Juez. Apenas la conocía, sólo de vista en alguna de las fiestas amplias del verano y poco más, de hecho no se la habían presentado hasta la mañana anterior en el lugar de los hechos, como diría un cronista de sucesos… Fiestas veraniegas, de mucha gente y conversaciones rozadas. Sin embargo, la mujer que había entrevisto en alguna de estas fiestas, a la que en principio no creyó haber prestado especial atención, se revelaba como alguien que, por algún motivo, le había impresionado de verdad. A medida que las horas se sucedían y su situación emocional se iba ajustando, la imagen de la Juez adquiría una consistencia que hasta entonces no le había supuesto. ¿Sería el ejercicio de la autoridad lo que la transformaba de ese modo? Desde luego, en las fiestas sí daba la impresión de ser una mujer llamativa y con personalidad, pero siempre dentro de ese tono jovial y superficial que siempre tienen todas estas reuniones. Ahora, en cambio, con el transcurrir del tiempo, el momento de la muerte y el descubrimiento del cadáver se alejaban, y la figura de la Juez se hacía más firme, más rocosa y… más temible, debía confesárselo a sí mismo. No era que sintiese miedo, pero sí inquietud. Una inquietud semejante a la que le había provocado la desaparición del sol y la entrada de la luz grisácea camino de la noche; una luz desfalleciente, que permitía ver y sentir aún que el mundo de alrededor quedaba inscrito en su entorno de visión, en efecto, mas una luz que también amenazaba sombras, oscuridad, confusión y que, además, iba haciéndose fría y desazonante.
De todos modos, no era el momento para entretenerse con tales meditaciones. Tenía que cambiarse de ropa e ir a buscar a Carmen y el tiempo se echaba encima. Carlos abandonó por fin el malecón, subió la cuesta que lo llevaba a la explanada donde tenía aparcado su coche y condujo hasta su casa.
Fue unos momentos antes de enfilar la puerta de El Torreón cuando vio venir a Juanita caminando apresuradamente por la carretera. Extrañado, detuvo el coche al llegar a su altura y la chica dejó escapar un grito y le miró con ojos asustados. Carlos bajó la ventanilla del asiento contiguo:
—¡Juanita! ¡Soy yo!
Juanita respiró hondo y se cubrió el pecho con las manos como si se abrazara a sí misma después del susto.
—Ay, don Carlos, qué susto me ha dado usted.
—¿Cómo es que sale usted de casa ahora? —preguntó con cierta dureza Carlos.
Juanita le observó con inquietud.
—Es que… es que me he liado, señor, y se me ha ido la hora. Pero lo tiene usted todo arreglado. Que mi tía…
—Está bien, está bien —Carlos hizo un gesto de descuido con la mano y cerró la ventanilla en las narices de Juanita. Luego puso el coche en marcha y se alejó mientras Juanita se quedaba quieta mirándolo, sin apartar las manos del pecho.
—¿Qué demonios estaría haciendo en casa a estas horas? —se preguntó Carlos, fastidiado.
Juanita, así que lo vio desaparecer tras el portón de entrada a El Torreón, abrió los brazos y echó a andar aprisa, cada vez más aprisa, casi corriendo, en dirección a San Pedro.
Carlos detuvo el coche a la puerta de su casa y se quedó meditando en el interior antes de decidirse a salir. Por un momento temió que alguno de los elementos de la bolsa de playa permaneciera aún en La Cabaña, aunque apartó de inmediato semejante pensamiento: ya se había deshecho de todos con arreglo a su plan. Entonces, ¿a qué venían estos repentinos sobresaltos, estos recelos? Mientras se vestía, siguió pensando en Juanita. En fin, lo probable era que hubiese venido muy tarde y se le hubiera echado el tiempo encima. Pero no debería descuidarse. Él sabía que ninguna precaución estaba de más. Su único enemigo real era él mismo, de ahí el hecho de poner toda su atención en las precauciones. Sabía que, si no se traicionaba, nadie iba a relacionarlo con el crimen.