—Fernando…

Fernando Arriaza volvió a encender la luz del porche.

—No me había dado cuenta de que estabas aquí —dijo—. ¿Te encuentras bien?

—No, Fernando, la verdad es que no muy bien —respondió ella.

Fernando se arrodilló junto a ella con gesto de preocupación.

—No, no es cosa de médico —dijo ella cariñosamente, medio en broma—, igual es sólo una inquietud que se está agrandando.

—Cuéntame.

—Si ya lo sabes. Tú mismo lo decías ayer, cuando volviste de la casa del Juez. Sólo que yo no te lo tuve en cuenta. Pero hoy, en cambio, lo llevo metido dentro; es como una angustia, Fernando.

—Y todavía no ha empezado lo peor.

—¿Lo peor? —preguntó Ana María alarmada.

—Verás. No es sólo la sospecha de que se trata de alguien de aquí, de San Pedro, y ojalá que no sea un conocido. Es que… —dudó—. En fin, hazte a la idea de que la Juez nos va a interrogar a todos. O a varios de nosotros, por lo menos.

—Pero, Fernando, ¡es horrible!

—Es muy desagradable, sí. Ana María, dime, ¿quién de nosotros conocía bien al Juez Medina?

—No lo sé, Fernando, nosotros lo veíamos de vez en cuando, en las reuniones de la gente, es la vida del verano. Pero conocerlo bien, la verdad, yo creo que ninguno de nosotros, de los más íntimos, ya sabes.

—Ya. Pero lo vimos antes, ¿recuerdas? Exactamente tres días antes… de la muerte. En casa de Ramón Sonceda, en El Torreón.

—¡Ay! Lo había olvidado. Tienes toda la razón.