Carlos Sastre acababa de decir en voz alta:
—Como no queremos defraudar las expectativas de esta agradable reunión, Carmen y yo os abandonamos.
Ana María no pudo evitar una sensación de vértigo. Lo que había empezado siendo una invitación convencional estaba empezando a tomar el inquietante aspecto de una situación forzada. Quizá forzada no fuese la palabra. ¡Pero ella había propiciado ese encuentro! En todo caso, el emparejamiento de Carmen y Carlos, que no pasaba de ser una formalidad casi protocolaria, se convertía al final del almuerzo en algo más que un tema de conversación y un motivo de bromas. En torno a todo aquel formalismo, algo había culebreado de manera inesperada por debajo de la apariencia de frivolidad y, donde los demás posiblemente no vieran otra cosa que el divertido juego que quedaba a la vista con la despedida de Carlos y Carmen, Ana María sentía la premonición de un algo que no casaba bien con el orden de las cosas.
Miró a Fernando y le pareció que él desviaba la mirada. Ana María no acababa de fiarse de sus sensaciones, por eso las temía, porque a veces escapaban a su control y las sentía escapar como aquella vez en que derribaron el casetón que estaba adosado a la casa del abuelo, un casetón abandonado desde hacía lo menos veinte años, y vio, primero, salir por pies a los dos albañiles que lo estaban demoliendo y luego, deslizándose entre ellos, a una partida de culebras que debían anidar allí desde quién sabe cuándo. Casi se le paró el corazón del susto y también de la fascinación de ver a aquellos bichos reptando a tanta velocidad para refugiarse en unos matorrales cercanos, sin duda con la intención de alcanzarlos para tomar aliento y refugio y llegarse luego al río, que es de donde debían de proceder. Y sólo salió del susto al oír la voz de su abuelo preguntándose en voz alta cómo demonios podían anidar allí aquellas culebras si a las culebras les desagrada sobre todo el ruido y el ajetreo. Porque ellos llevaban viviendo muy cerca de allí mucho tiempo y las labores del campo tendrían que haberlas espantado.
—Es el río —había dicho uno de los albañiles—. Vienen del río. Se han de haber guarecido cuando no están ustedes y como hoy las hemos caído de repente, las hemos sorprendido.
—O es que están criando —dijo el abuelo.
—Qué va —contestó el otro—, si estarían criando se habrían enfrentado a nosotros.
Así era como lo sentía. La situación le había caído encima, sin avisar, y lo que para los demás era la continuidad de una situación divertida de la que no se esperaba nada más (¿o si?), para ella era la premonición de que algo malo iba a suceder. O no, no era algo malo sino algo torcido. Algo se iba a torcer. Y nada inquietaba más a Ana María que la idea de que el verano se cubriera de presagios como los peores nubarrones.
Entonces vio a López Mansur fuera de la animada conversación general, mirando hacia el lugar por el que se alejaban juntos Carmen y Carlos y, por un momento, tuvo la impresión de que él también sentía una extrañeza que se parecía a la suya.
—Un crimen incomprensible y, por eso mismo, muy, muy preocupante —estaba diciendo Fernando en ese momento.
Otra vez el crimen.