López Mansur seguía observando a Carlos Sastre con atención. De todos los reunidos continuaba siendo, sin duda alguna, la persona que más le interesaba. La reunión era convencional, exactamente tan convencional como las personas que habían concurrido a ella. Ni siquiera la proclamada belleza de Carmen Valle le inspiraba mucho al final, quizá porque él aventajaba en unos cuantos años al resto de los comensales y, como perro viejo, se había ido desinteresando, o quizá decepcionando, de ella a lo largo del almuerzo. En cambio Carlos Sastre… ahí olfateaba un enigma. De hecho, había cambiado de opinión respecto a la primera impresión que tuvo de él. No dejaba de pensar que era un emergente. Y yo ¿qué soy?: un caradura, se dijo a sí mismo a modo de acercamiento. Pero a lo largo del almuerzo pudo ir comprobando que al menos no se trataba de un emergente cualquiera, del tipo de los que suben a cualquier precio, mas cuya aspiración es sólo subir, probablemente sin saber para qué, movido por la herida profunda de la pobreza, la envidia, la humillación… No. Éste era diferente. En su ascenso había algo más cultivado, más elegido también, y que, a no dudar, provenía de un movimiento violento de la conciencia que estaba por encima de la posición o del dinero que pudiera llegar a alcanzar; no es que lo desdeñase, esto último, pero estaba convencido de que lo consideraría un medio, no un fin. Tampoco le pasó inadvertido el hecho de que aquel a quien todos consideraban un solterón hubiese puesto los ojos en Carmen Valle con extrema atención. Sin duda lo atraía. Ella se había percatado desde el primer momento y, aunque sabía estar rodeada de todos, no utilizaba este arte para desdeñarlo, lo cual, a ojos de un experto en cometer errores propios y apreciar aciertos ajenos como era él, significaba que Carmen Valle también se había interesado a su manera por el emergente. ¿Le daría tiempo a observar el proceso de acercamiento? Porque no dudaba que lo habría y que, en ese proceso, sus simpatías previas estaban con él, no con ella. En general, nunca le habían gustado ese tipo de mujeres que se rodean de una corte para evitar quedarse con nadie. O, mejor dicho —se confesó—, había aprendido en carne propia el daño que causan. No se lo deseaba al emergente. Por otra parte, cualquiera diría que todo el mundo esperaba que ocurriese algo entre los dos, lo cual era una posición decididamente desfavorable para ambos. Pero seguía interesado porque ¿acaso no lo advertían los dos? Y, sin embargo, cosa extraordinaria, parecían dispuestos a pasar sobre ello; es decir, parecían dispuestos a aprovechar la posición desfavorable para embarcarse en ella, con una especie de impudor que a López Mansur no dejaba de impresionarle.