Carlos Sastre estaba sentado a una de las cabeceras de la mesa, entre López Mansur y Elena Muñoz Santos; la otra la ocupaba Carmen Valle, entre Juanito Muñoz Santos y Cari de la Riva y en el centro de la mesa se sentaban, frente a frente, Fernando y Ana María. Los esfuerzos de Ana María por no violentar las normas de cortesía habían dado por resultado el alejamiento de Elena con respecto a Carmen, pero superada esta primera situación de hostilidad, resultaba de todo punto inevitable que López Mansur se sentase frente a Elena y, para colmo, los que iban de non, Carlos y Carmen, se encontraban separados por todo el largo de la mesa. Debería haber montado un buffet, pensó, al intuir las previsibles complicaciones emocionales de la distribución. Si Carlos y Carmen empezaban a timarse, Elena sólo tenía dos agarraderas: enfrente, su despreciado Mansur; y a la izquierda Fernando, del cual Ana María lo esperaba todo en caso de dificultad. Ana María miró a Fernando con gratitud. Llevaba veinte años casada con aquel médico que llegó al hospital de Basurto de Bilbao cuando ella era una niña bien de veintiún años recién cumplidos. De entonces acá, aquel muchacho con aire de buena persona y una firmeza de carácter poco común entre los chicos que ella trataba se había convertido en un médico generalista de excelente reputación, dedicado a la medicina privada con gran éxito, pero que nunca quiso abandonar su consulta en la Seguridad Social por una cuestión de pundonor. Y ella, como tantas otras amigas de Bilbao, había acabado trasladándose a Madrid siguiendo a su marido, lo que ahora, estando como estaba la cuestión nacional en el País Vasco, agradecía por mucho que añorase su querida ciudad de infancia y juventud. Y aunque volvía a ella a menudo, sola, o con los hijos, o con la familia al completo por Navidad, había aceptado la elección de Fernando por Cantabria pues, de la misma manera que ella añoraba Bilbao, entendía que Fernando añorase el lugar de los veranos de su infancia, que era, junto con su familia, su mayor tesoro sentimental. Así habían acabado en Las Lomas, al fin y al cabo cerca de Bilbao, lo que no dejaba de ser una buena solución. Compraron la casa cuando empezaba a ponerse de moda el lugar y pronto se sintió rodeada de vecinos de verano, que procedían de Burgos, de Barcelona y de Bilbao sobre todo; y también de Madrid, como los Muñoz Santos, como Carlos, el más querido, aunque Carlos, ahora que lo pensaba, no era madrileño, pero vivía en Madrid… Ana María sentía una ternura muy especial y muy constante por Carlos desde el primer momento en que intimaron, pues lo apreció antes por instinto que por el conocimiento de las circunstancias de su vida. En Madrid lo veía también muy a menudo, siempre encima de él como una hermana mayor porque si lo dejabas suelto se convertía en un descuidado. Claro que cómo no iba a serlo después de lo que había pasado a lo largo de su vida. Por eso tenía que estar ella al tanto, para que no se le fuera para atrás ahora que lo tenía enderezado. En realidad, pensó, no es broma: soy auténticamente su hermana mayor.

De pronto, cayó en la cuenta de que todos los comensales, sin que hasta el momento hubiese reparado en ello, eran madrileños de nacimiento o de adopción, ella misma incluida, y pensó si no habría alguna intención impensada en la organización del almuerzo, una intención inconsciente, desde luego, aparte de la de buscarle pareja a Carlos para que no se quedara como un verso suelto.

Los dry martinis habían elevado la temperatura simpática de la reunión y todo el mundo parecía animado y sociable. Ana María suspiró con gratitud. A pesar de todo, algo en ella exigía la necesidad de que las cosas salieran siempre socialmente bien. No era sólo un prurito de educación, sino un deseo auténtico, una manera deseada de alcanzar satisfacción. Porque en Ana María la sensación de felicidad estaba muy unida al hecho de que ésta existiera también a su alrededor, no como una campana de cristal, sino como algo parecido al ambiente grato, lento y cordial de la casa de los abuelos donde pasaba los veranos, un entorno que se extendía por las campas cercanas y las colinas hasta el límite del cielo, bajo el sol o la lluvia, con la lentitud de la luz o la quietud de unos bueyes uncidos al carro aguardando pacientemente a que terminaran de cargarlo de hierba recién segada…

Ya he vuelto a perderme, pensó como si despertara entre las conversaciones cruzadas de sus invitados.