San Pedro del Mar era una conocida villa marinera de la cornisa cantábrica que había ganado justa fama como lugar de veraneo. Se encontraba enclavada al pie de un amplio valle que descendía de las montañas hasta el mar y, al abrirse a él, allí donde el río ensanchaba generosamente, en un emplazamiento en verdad envidiable, se alzaba en la margen izquierda el antiguo casco urbano, que era una mezcolanza de casas antiguas y edificios nuevos agrupados en la margen izquierda de la ría. De seguido, frente al mar, se extendía un característico paseo marítimo que proseguía en el puerto marinero construido al abrigo natural de una rada. En la otra margen, la derecha, como una comunidad separada por el agua, se asentaban las colonias veraniegas más populares: tres edificios de apartamentos en línea seguidos de una primera fila de chalets independientes, tras los cuales se elevaban en pendiente hasta tres filas de chalets adosados agrupados en bloques. Justo delante de todas estas construcciones, separada de ellas por una línea de dunas salpicadas aquí y allá de formaciones de junquillos y cardos, se extendía la gran playa; la cual, siguiendo la costa por ese lado, iba haciéndose más y más salvaje a medida que se alejaba de las anodinas formaciones de chalets adosados y luego continuaba ya bajo lomas verdes que venían a morir en la arena, apenas punteadas aquí y allá por alguna casa solitaria. Las dos márgenes de la ría estaban unidas por un puente de doble sentido y así se comunicaban. Ante la Villa, viniendo desde el interior, se extendía la comunidad de veraneantes clásicos, la vieja guardia, en el territorio llamado Las Lomas y en una espaciosa formación de chalets independientes algo más moderna conocida como colonia Valle Castañares, una urbanización de lujo. La diferencia entre veraneantes tradicionales y de nuevo cuño (los de las construcciones de la playa) quedaba así muy bien marcada, pero, al final, unos y otros confluían para todos los servicios en la Villa de San Pedro del Mar.
El turismo, naturalmente, había invadido esta localidad como tantas otras de la costa, pero por suerte corrían tiempos posteriores a los de la edificación fiera y sin control que llenó otros lugares, no muy lejanos, de edificios de apartamentos en primera línea de playa; con tal profusión y abigarramiento que, en la práctica, habían devorado la costa hasta hacerla irreconocible y casi impracticable. A ello se añadía la cortedad del verano y el clima siempre cambiante, lo que concentraba la oferta verdaderamente intensa en apenas mes y medio. Durante el resto del año, las urbanizaciones y edificaciones de verano construidas en la época de la expansión sin control se convertían en barrios fantasmales donde todo signo de vida pública —bares, tiendas…— había desaparecido como por ensalmo y ni siquiera invitaban a usarlos como residencia de fin de semana porque la temperie y el abandono los invadían como niebla que viene del mar. San Pedro tampoco se libraba de esa existencia fantasmagórica de las urbanizaciones vacías a la caída de la noche, pero durante el día la natural agitación del casco urbano, en torno al cual la vida tendía a concentrarse, le proporcionaba una suerte de calor humano algo más compasivo. En cambio, poca gente, salvo que vivieran en las provincias limítrofes, solía ocupar las viviendas cerradas de la playa; los que las abrían de tarde en tarde, lo hacían al amparo de los puentes o fiestas que se extendían por el resto del año. En cuanto a los pocos que vivían habitualmente en ese lado durante todo el año, en Septiembre aún podían compartir con los rezagados la melancolía de fin de estación hasta la segunda o tercera semana del mes, porque siempre aparecían veraneantes que gustaban de esta especie de semisoledad septembrina, del largo adiós que se extendía a través de los días mientras la luz empezaba a declinar a horas más tempranas y la noche se venía encima sin estruendo, sin ruido de fiestas, sin la animación o el relajo nocturno del mes precedente.
Estas dos o tres semanas de Septiembre eran las más deseadas por la Juez de Marco. El año anterior había hecho coincidir el fin de un corto período de vacaciones con su reincorporación al Juzgado y la gratitud de la limpieza de espíritu que traía consigo, acariciada por la melancolía ambiente de un fin de verano especialmente suave, le pareció un regalo para el alma. Este año no contaba con repetir la experiencia, bien a su pesar, pero cuando Andrew le comunicó que no podía abandonar sus ocupaciones por lo menos hasta primeros de Septiembre, se alegró de verdad. Y para acabarlo de complicar, el increíble asesinato del Magistrado Medina en pleno mes de Agosto la sujetaba a su despacho con el asunto más extraordinario que tuviera lugar desde su incorporación al Juzgado.
—Un asesinato de importación —dijo la Juez de manera terminante.
Su amiga Sonsoles sonrió. Ambas estaban sentadas en la terraza de la casa de la Juez, el día era luminoso y templado y una leve, delicada brisa, que parecía venir del mar, subía hasta ellas. El buen tiempo —sol y playa— se había instalado de manera anormalmente continua en la costa y en el interior y los veraneantes, fijos o de paso, se animaban por momentos, incrédulos al principio por la duración de los días soleados y después confiados, a disfrutar de aquel regalo del cielo.
Sonsoles Abós era, por así decirlo, la amiga de verano de la Juez de Marco. Ella y su hermana, Marta Abós, se contaban entre las más veteranas de los veraneantes tradicionales, pero las dos amigas se habían conocido varios años atrás, antes de que Mariana accediera a la judicatura; se encontraron por razones profesionales cuando Mariana ejercía la abogacía y Sonsoles, remitida por una amiga común, necesitaba hacer una consulta de confianza en el ámbito de lo penal por un asunto desagradable que la afectaba indirectamente. Era una mujer divorciada, como Mariana, y se habían entendido desde el primer momento gracias a una cercanía de actitudes en la que jugó un papel principal el caso que las relacionara; también influyó —sostenía ella— una afición común, como lo era el amor por las novelas del XIX. Vivía en un lujoso apartamento de Valle Castañares, en un lateral donde, como excepción en la colonia de chalets, se levantaban, cerrando la urbanización por ese lado, cuatro edificios de tres alturas bastante bien encuadrados por la mancha de castaños que se extendía detrás de ellos hacia la casa del Juez Medina; una mancha que, al aproximarse a las lindes de la casa, se replegaba en una especie de quiebro, como si quisiera evitar el jardín del Juez y luego se rehacía y continuaba bastante más allá, camino de la parte alta del valle. Mariana había invitado a Sonsoles a almorzar y ahora se encontraban tomando café.
—Parece el título de una novela —dijo Sonsoles.
—Sí, es cierto. No lo había pensado —respondió Mariana.
—Pero tú estás en medio —siguió diciendo Sonsoles.
—En efecto —dijo Mariana—, pero, por lo que respecta a mis atribuciones específicas, he declarado el secreto del sumario, así que no habrá filtración de ninguna clase y tú no puedes saber nada aunque te pida ayuda sobre algo concreto. Me parece un buen argumento para tu silencio, porque nadie va a entender que no despache contigo, ya sabes, no creo que tengan muy clara la figura de una Juez; de un Juez, es posible, pero no de una Juez —añadió con un gesto cómplice—: Esto es más que un simple crimen local. Y te confieso que me preocupa, sí. Y me ha despertado la curiosidad. Es tan extraño, tan ajeno a todo lo que yo vivo aquí…
—Pues a mí, no sabes la lata que me están dando en Las Lomas, y en Valle Castañares, para que les cuente algo, en efecto.
—¿Saben que has venido a almorzar hoy?
—Lo sabe la buena de Ana María Arriaza y eso es como decir que ya lo sabe todo el mundo. ¡La que me espera cuando vuelva! ¿Quieres que te diga la verdad?: Debería quedarme a dormir aquí.
—Por mí, encantada —sonrió Mariana.
—Y mañana ¿qué? —dijo Sonsoles—. No me libro. Además, tengo que cuidar de mi hermana Marta, que está desatada.
—Pues ya lo sabes: yo no puedo decirte una palabra. Me limito a mi trabajo y no habrá comunicación alguna hasta que termine la instrucción del caso —rió Mariana—. ¿Quieres otra taza?
—Sí. Gracias. Y, al fin y al cabo, es un argumento genial.
Mariana dejó pasar unos segundos y luego, inclinándose hacia Sonsoles, le dijo:
—¿Puedo pedirte un favor?
—Todos.
—Con discreción, ¿eh?, pero me gustaría que te enterases de si alguien en Las Lomas o en Valle Castañares conocía más o menos cercana o íntimamente al Magistrado Medina.
—No, no lo creo. Nadie que yo sepa. Era un personaje un tanto especial. Congeniaba con la gente de aquí, pero sin excesiva familiaridad. Quizá Fernando Arriaza o Ana María, que viven cerca… Carlos Sastre o los Sonceda, no, desde luego.
—¿Carlos…? —la Juez meditó un momento—. ¿Puede ser el mismo Carlos que vino a la casa del Magistrado el día de autos con Fernando Arriaza, el médico?
—Puede ser, sí. ¿Un hombre de mediana edad, guapo, bastante calvo, aunque con una bonita cabeza y los ojos un poco hundidos, pero muy vivos?
—¿No te habrás acostado con él?
—¿Yo? —protestó Sonsoles, asombrada.
Mariana rió alegremente:
—Mujer, es que has hecho una descripción muy intensa.
—¿Tanto? —respondió divertida Sonsoles—. No, no. Es atractivo, es un tipo que gusta, sí, pero sólo estaba tratando de describírtelo. En realidad, te confieso que es más bien raro; lo mismo le da solitaria que se pone superbrillante. A mí esos cambios no me convencen. Y además tiene un punto de dureza…
—En fin, sí, ése —dijo Mariana—. Bueno, los residentes recientes no me valen. Tiene que ser gente como vosotros o los Arriaza. En fin, no me hagas mucho caso, era una intuición como tantas otras; pero a veces funcionan, sobre todo cuando todavía estás a oscuras. Vaya, seguiremos buscando. Santa paciencia —movió la cabeza con gesto de conformidad—. ¡Y no me hagas preguntas! —añadió al ver crecer el interés en el rostro de su amiga.
—Ya —dijo Sonsoles—. Tu boca está cerrada —luego añadió, tras una breve pausa—: ¿Sabes lo que te digo? Que tú te vas a implicar más de lo que te corresponde. Estás dando vueltas a esa mente privilegiada desde ayer sin parar.
—Ah, muchas gracias. Pero es que hay algo tan extraño en todo eso que yo… —dijo la Juez mirando al cielo mientras se recostaba en su silla—,… que no consigo quitármelo de la cabeza. Y te diré otra cosa: la preocupación fundamental de un Juez, lo que es su función, es encontrar todas las pruebas incriminatorias para fundamentar la instrucción, pero nada más que eso, ¿me entiendes? Un Juez no es un detective. En cambio, una instrucción mal hecha es un desastre que se arrastra por las demás instancias yendo cada vez a peor. Pero las cosas empiezan a tomar un cariz que me hace preguntarme si no voy a tener que ser más detective que Juez, en realidad. Y es por lo distinto, por las características tan especiales de este asunto.
—Un asesinato de importación —concluyó su amiga mientras retocaba la caída de la falda desde lo alto de sus piernas cruzadas.
—Por cierto —dijo Mariana—, ¿qué tal va tu hermana?
—¡Uf! —respondió Sonsoles—. Nos está dando un verano que, como no vuelva pronto Adrián…