Capítulo II

Carlos contempló las cenizas de los guantes de látex, de la vieja camisa y de la bolsa de supermercado en la chimenea y respiró hondo. El fuego estaba casi extinguido y las brasas se mantendrían por poco tiempo activas, pues eran de madera de roble, que arde pronto y se consume rápido. El olor de la gasolina con que roció previamente la camisa había intentado sofocarlo echando a las llamas leña pequeña de eucalipto, pero aún se percibía en el aire, por lo que tenía toda la casa abierta. Esa mañana se levantó pronto y, nada más asearse, antes de desayunar, se aplicó a desmontar la navaja barbera. Luego tomó un café y un par de rebanadas de pan con aceite de oliva. Había decidido coger el coche y dedicarse a repartir las diversas partes de la navaja muy lejos de San Pedro y en variados escondrijos, desde un pozo abandonado a un contenedor de basura. A la vuelta de su meticuloso trabajo de ocultación ya era mediodía. Para entonces la chimenea estaba apagada, así que recogió toda la ceniza en un cubo y, como solía hacer en otras ocasiones, la echó en un hoyo y lo cubrió de tierra. Juanita prefería esparcirla por algún rincón o en el parterre de atrás, porque, según le habían dicho, ayudaba a esponjar la tierra. Juanita no vendría hasta la tarde y en un día de calor tan bochornoso como aquél o como el anterior llamaría en seguida la atención la presencia de cenizas en la chimenea. En cuanto a las viejas zapatillas, aprovecharía una escapada que pensaba hacer al día siguiente a Santander para abandonarlas aún más lejos, después de haberles quitado las etiquetas y lavado. Estaba convencido de que era innecesaria tanta precaución, pero, como hombre acostumbrado a adelantarse a las imprevisiones, prefería excederse.

Salió a la puerta y vio las zapatillas viejas secándose al sol. Se le ocurrió pensar si no estaría entrando en una neurosis de previsibilidad. Al fin y al cabo, ¿no lo había ayudado en una parte importante el azar facilitándole la situación más ventajosa para su propósito? Sin embargo, aunque reconociera que la audacia había sido un componente decisivo de la operación, se resistía a abandonar la cautela; todas las previsiones le parecían pocas. Estaba en su carácter, ciertamente; tampoco iba a cambiar ahora sólo por haber matado a un miserable. De hecho, todo aquel acto era fruto de la improvisación y había sido planeado y ejecutado en setenta y dos horas gracias al buen tiempo concedido al día de ayer. Fueron, eso sí, setenta y dos horas de vela, tensión y tormento y se maravillaba del dominio de sus nervios cuando eligió el momento para actuar. En realidad, se dijo, ha sido como un sueño del que acabo de despertar. Y de verdad lo hubiera podido tomar como un sueño de no ser por su dedicación a destruir y dispersar las herramientas que lo ayudaron a cometer el crimen.

Un crimen. Reconoció que, en estos momentos, la palabra no le decía nada. ¿Era un criminal? Sí, en efecto, lo era. Pero le parecía una denominación técnica, sin más. Trató de buscar una disculpa o un sentimiento de contrición, como el enfermo recuperado que prueba a forzar el miembro que estuvo herido para asegurarse de que no queda huella del daño, de que se encuentra sano y activo, pero no lo halló. Un crimen. Bien. ¿No era eso lo que deseaba? ¿No era el único camino? No sería, pues, el sentimiento de culpa lo que lo delatase. En cambio, aún sentía contraérsele el pecho de cuando en cuando, como si lo recorriera una descarga de angustia. Era evidente que aún no estaba recuperado del formidable esfuerzo que hubo de hacer. Estaba tan poco acostumbrado a improvisar que quizá fuera ése el motor de los espasmos al pecho. Entonces reconoció que para llevar a cabo su acción había tenido que violentar de forma brutal su propia manera de ser. Brutal e inmisericorde. Había tenido, literalmente, que sacrificarse. Y ahora se obligaba a soportar el reflejo nervioso de ese sacrificio. Pero lo he hecho, pensó con orgullo.

Consultó su reloj. Era la una del mediodía. Tendría que ocuparse de las zapatillas. Lo mejor sería guardarlas sin dilación en el maletero del coche, no fuera a ocurrir que, acostumbrándose a verlas por ahí tiradas, las dejara olvidadas en cualquier rincón de la casa y las acabase encontrando Juanita. Por cierto, ¿las echaría en falta? No había pensado en eso. No. Juanita no las echaría en falta. Pero, de todas formas, se desharía de ellas.