Juanita miraba a su tía, escuchando sin oír la enésima versión del nefasto encuentro con el cadáver del Juez. Lo que primero fuera una impresión tremenda se había ido diluyendo con el paso de las horas para convertirse en una cantinela en boca de su tía, que, como cocinera del Juez, se consideraba con derecho absoluto de relatar el impresionante suceso. Juanita miraba a su tía y pensaba en el sesgo que toman las cosas según la persona que las cuenta porque, de eso se acordaba muy bien, todo lo que relataba la tía era, de una parte, un invento descarado y, de otra y muy especialmente, el resultado de lo que ella, su sobrina, le contara. La verdad era que su tía, apenas echó la vista encima al muerto, soltó un alarido terrorífico, abrió los brazos, dejó caer la cesta de patatas que portaba y se desplomó en brazos de su sobrina en medio de una crisis de histeria. De todo lo demás se encargó ella, Juanita, haciendo de tripas corazón y empezando por auxiliarla, por avisar a la Guardia Civil y hasta por conseguir que llamaran a don Fernando, que aunque sabía el teléfono de las veces que hablaba con Dora, no se atrevió a llamar porque le recomendaron que no tocara nada y esperase la llegada de la Guardia Civil.
Así que lo único que hizo fue ocuparse de la tía hasta que bajó don Fernando, al principio con la ayuda de un guardia, porque pesaba como un mueble y no había quien la retirase de la escena del crimen, como la llamaba el guardia, y luego, después de que la reconociese don Fernando, se estuvo sentada a su lado hasta que vinieron a llevárselas a las dos en una ambulancia. Total: que la tía, que se había quedado privada, ahora era la que se lo contaba a todos los que quisieran oírla, que no eran pocos, con pelos y señales que cada vez eran más pelos y más señales hasta el punto de que Juanita, en una de éstas, no pudo más y le soltó:
—¡Pero tía, déjate de tanto cuento que estuviste más muerta que viva y sin enterarte de nada!
De resultas de lo cual, tuvieron una breve escaramuza que la buena de Juanita, irritada y ofendida a partes iguales, resolvió saliendo a la calle a sentarse en el poyete, porque hacía una temperatura agradable, y a esperar a que refluyera la marea de vecinos y curiosos atraídos por el acontecimiento. Pero tampoco allí la dejaron tranquila porque, al aire de la noche, la gente paseaba y al encontrarse con ella no podían dejar de preguntarle por su tía y de hacer algún comentario al respecto con la esperanza de sacar algo más de lo que ya tenían oído. Conque Juanita, al fin, optó por meterse adentro y sentarse en el patinillo de la casa a mirar las estrellas y darle vueltas a sus pensamientos.
Porque había algo que le rondaba la cabeza, pero no acertaba a descubrir qué. Era una cosa de extrañeza, una impresión, como cuando una entra en la cocina por la mañana y siente que hay algo raro o descolocado, o fuera de sitio, pero no acierta a descubrir lo que es. A veces es una sensación que le ronda a una toda la mañana y hasta un día entero y luego desaparece; y otras veces, en cambio, se deja ver; como un cacharro que no está colgado en su sitio o un tazón que no está donde debería estar y luego resulta que se lo subió la tía a la cama y por eso no está, cosas así. Pero no caía en lo que podía ser y, después de todo, a lo mejor era sólo una sensación, que pasa muchas veces y al final no es nada.
Entonces se acordó de que habían dejado las patatas desparramadas por el suelo, y la cesta tirada también, y le entró un escalofrío de pensar que tendría que volver por ellas al día siguiente, cuando acudiese a arreglar la casa de don Carlos.