Impregnado de la quietud de la noche, especialmente sensible a ella después de que se hubiese apagado hasta el último de los ecos de la estrepitosa reunión de esa misma tarde en su casa, Fernando Arriaza meditaba en silencio. En el porche no quedaba una sola traza de la merienda, la temperatura era grata —pero se había echado un jersey sobre los hombros— y el ambiente propicio. Tan sólo lucía una de las dos lámparas de mesa plantadas en las rinconeras que flanqueaban el amplio sofá de bambú apoyado en la pared lateral del porche, alrededor del cual se distribuían las dos butacas a juego, también cargadas de cojines. Fernando estaba fumando, abstraído, cuando la voz de su esposa vino a sacarle de sus meditaciones.

—Fernando, estaba pensando que mañana, para el almuerzo, quizá debería invitar a Carmen Valle para hacer de pareja de Carlos. Es encantadora.

Fernando Arriaza sacudió la cabeza tratando de orientarse.

—La verdad, Ana, es que no sé de qué me estás hablando.

Ana María Arriaza suspiró con paciencia.

—Mañana, Fernando, hemos invitado a los Muñoz Santos y a los López Mansur, bueno, esa especie de intelectual que está casado con Cari de la Riva, a almorzar, no sé si te acuerdas. Has estado hablando con López Mansur esta tarde bastante rato, ya sabes quién te digo.

—Ah, sí, por supuesto, un hombre muy agradable; y parece bastante culto —dijo Fernando.

Ana María Arriaza volvió a suspirar con envidiable paciencia.

—Sí, ya te he dicho que es un intelectual. Bueno, pues pensé que sería un detalle por nuestra parte, al ver que parecías entenderte bastante bien con él, invitarles a almorzar con sus… —dudó unos momentos, buscando la palabra— anfitriones, porque coincide con que yo tengo mucho cariño a Cari y no la veo desde hace no se sabe cuánto tiempo. Y entonces se me ocurrió que Carlos era muy adecuado para ese almuerzo, pero necesitaba una pareja…

—Carmen Valle —se apresuró a decir Fernando.

—¿Te parece bien?

—No tengo ni idea de quién es.

Ana María dejó caer los brazos, se acercó a la mesa de centro donde estaba la cajetilla de cigarrillos de su marido, encendió uno y se sentó frente a él.

—¿En qué estás pensando? —preguntó.

—Perdona —se excusó Fernando—, ese dichoso crimen me trae de cabeza. No hago más que darle vueltas.

—Sí, es horrible, pero es cosa de la Guardia Civil, no tuya. Ya aparecerá el culpable en el momento menos pensado. Se supone que son ellos los que se ocupan del asunto.

—No me refiero a eso. Es… en primer lugar, la visión del muerto, tan impresionante. Y, sobre esa impresión, la idea de que el asesino no es un cualquiera, un tipo que entrara a robar, un ex convicto que quisiera vengarse… No. Había algo extraño, y maligno, en la escena que yo vi; como si alguien hubiese dispuesto en alma y vida del Juez y lo dejase allí, en su mundo, en su casa, en su sillón, para que todos pudiéramos verlo… y condenarle también.

—¡Jesús, Fernando! ¡No digas esas cosas ni en broma!

—Pero es lo que me inquieta, Ana María…

—Tú deberías haber sido novelista, Fernando —le interrumpió Ana María enérgicamente—. En cuanto te dejo solo te pones a imaginar las mayores extravagancias.

—Sí, supongo que es una extravagancia —comentó Fernando.

—Entonces volvamos a Carmen Valle —decidió su mujer.

—Muy bien, haz lo que te parezca —concedió Fernando con un amable gesto de conciliación.

—No; lo que me parezca, no. Tú también conoces a Carlos, ¿no?

—Pero ¿se trata de buscarle pareja para el almuerzo o de casarle? —preguntó Fernando, ligeramente irritado.

Ana María fumó con actitud de santa paciencia sin decir palabra.

—Ah, sí, Carmen Valle. ¿No es esa morena tan guapa que está en casa de los Muñoz Santos? —preguntó Fernando como si regresara junto a ella.

—Bueno. Al fin. Más vale tarde que nunca —dijo Ana María.

Pero Fernando seguía pensando en la escena del crimen. No podía alejar de sí las sensaciones que le había expresado a su mujer. Sin embargo, se había guardado otra que, desde luego, no pensaba ni mencionar, pero que se refería a la colonia y al círculo de casas de veraneo. Algo en su interior le decía que el asesino no era por completo ajeno al lugar. Lo primero fue una sensación de intranquilidad que le invadió al llegar a la casa del Juez y que desde entonces no le había abandonado ni un minuto, como un mar de fondo; después, en algún momento de la tarde, la sensación se concretó en la idea de que el círculo dentro del que se inscribía el crimen pudiera ser local.

—Carmen es encantadora, más joven que Carlos, yo creo que bastante más joven, y parece una mujer muy informada de las cosas, una mujer al día, eso es lo que dice Sonsoles. Así que ¿por qué no?

Y un círculo local… Prefería no pensar en ello. Prefería no darle vueltas a la idea de que quizá, ellos, Ana María y él…

—Me parece muy puesto en razón —decía ella.

… conocieran al asesino.

—¿Me estás escuchando? —preguntó su mujer.

—¿Qué? —balbuceó Fernando—. Sí. Me parece bien. Carmen me parece una buena idea.

Ana María le miró con extrañeza.

—Pero ¿me has oído lo que te he dicho? —insistió.

—Perfectamente.

Ana María descruzó las piernas y le miró con reproche.

—Y luego dirás que soy yo la casamentera.

Fernando prestó atención a sus palabras.

—Un poco sí parece, ¿no? Con esa historia de Carlos y Carmen Valle que te has montado…

Ana María suspiró, descruzó y cruzó las piernas, bebió un sorbo del vaso de su marido y volvió a dirigirse a él.

—En fin —decidió—, cuando termines de pensar en tus fantasías, hablamos. Por cierto, ¿te han dicho los chicos a qué hora pensaban volver?

—No. Les advertí que no muy tarde. Les he dejado el coche, para que no se fueran en la moto, a cambio de que no volvieran tarde.

—O sea: a las seis de la madrugada y por estas carreteras llenas de borrachuzos. Ay, Dios mío, otra noche de insomnio.