Carlos Sastre apoyó la cabeza en lo alto del respaldo de la mecedora y suspiró. Desde la noche anterior, que pasó casi en vela, hasta ahora mismo, no había tenido un minuto de respiro, con excepción del tiempo en que estuvo bloqueado durmiendo en casa de los Arriaza. Durmiendo como un bendito, pensó burlón. El cansancio que se había apoderado de él de pies a cabeza lo tenía extenuado. Sin embargo, notaba el regocijo que ese cansancio le producía, su complaciente lentitud. Al fin había salido de todo aquello; al fin acababan el día y la pesadilla y, con ellos, el primer acto de un drama cuyas consecuencias se le aparecían por ahora imprevisibles, bien por falta de ganas de pensar en nada, bien porque realmente lo eran. Pero, a pesar del cansancio, o acaso por medio de él, le apetecía disfrutar de este final de jornada. La vida, se dijo, cualquier vida, no vale una mierda, es sólo cuestión de oportunidad. Incorporándose, tomó el vaso de gin tonic (zumo de limón vertido sobre el hielo; ginebra después, añadiendo la rodaja de limón; la tónica y, justo cuanto ésta espumaba, una ligera torsión de la cáscara de limón, con la que previamente había untado los bordes del vaso, sobre la superficie de burbujas efervescentes) y bebió un trago largo; luego encendió un cigarrillo y se dejó caer de nuevo hacia atrás al compás del balanceo de la mecedora.

Un delicioso cansancio, pensó. Se encontraba delante de la puerta de La Cabaña, en una especie de minúsculo porche donde no cabían más de dos personas, viendo caer la tarde e imaginando el tumulto que tendrían montado en casa de los Arriaza. La luz de la tarde se apagaba y de la tierra empezaba a emanar ese característico olor a campo que precede al relente del anochecer, un momento en que la Naturaleza parece expandir el frescor que ha venido guardando durante el día caluroso, y los olores se levantan desde la hierba, contagian al resto de la vegetación, se esparcen con otros nuevos y se extienden por el aire al amparo de la última luz, la más transparente y la más bella para los colores. Nunca se aprecian mejor las gradaciones del verde que a esta hora, se dijo con una convicción voluptuosa.

Recordaba haber envuelto y guardado con toda precisión la navaja y los guantes en la camisa y haber metido ésta en la bolsa del supermercado, pero volvió a admirarse. Posiblemente, la misma exigencia de prisa, la tensión, la excitación, le habían hecho olvidar que la camisa estaba plegada hacia adentro de modo que ocultase las manchas de sangre. Además, las zapatillas viejas la cubrían casi por completo y por encima de la bolsa de plástico estaban el bronceador, las gafas de sol, la colonia, la prensa, la toalla misma… en fin, que no había manera de pensar en nada que despertase la atención de la criada de los Arriaza; Ana María le entregó a la chica el bañador, la toalla y la bolsa y Dora se limitó a traérsela a él; por mucho que sacaran y metieran la toalla, el material peligroso no quedaba a la vista. Ahora sí recordaba haberse demorado en envolverlo todo con sumo cuidado —otra vez su sentido de la prevención, casi rayano en la manía—, pero hasta ahora su mente estuvo en blanco respecto a ese detalle, fue incapaz de enviarle siquiera un aliento de esperanza. Tanto era así que, en un primer instante, tras abrir la bolsa una vez que hubo vuelto de casa de los Arriaza a La Cabaña y, casi sin respiración, mirado el orden en que se encontraban los objetos dentro de la bolsa, imaginó que la criada los había puesto así. Uno tiene una imagen tal de la criada ordenadora, limpiadora y planchadora que no puede evitarlo ni en un momento como éste, se dijo. Luego, medio en broma, medio en serio, se preguntó si, de haber encontrado las pruebas del crimen, Dora le habría delatado o le habría chantajeado. Se decidió por lo segundo: de haber tenido el temple de deshacer y rehacer la bolsa con el mismo orden, le habría chantajeado.

Deja de inventar películas, se dijo; esto es verdad y ha sucedido. Tenía que suceder y no le parecía terrible sino asombroso. Uno nunca acaba de conocerse a sí mismo.