Hacia las ocho de la tarde, la merienda en casa de los Arriaza se hallaba extraordinariamente concurrida. Todo el mundo charlaba en el porche, donde las butacas, las sillas y hasta los escabeles se habían arracimado en torno al amplio y poderoso tresillo de bambú que los agrupaba en virtud de su primacía y desde el cual la dueña de la casa manejaba las riendas de la reunión sin perder por ello de vista al servicio, al que ordenaba y corregía sobre la marcha. La excitación era palpable alrededor del gran tema de conversación —si es que así podía denominarse a aquel parloteo atropellado, verdadera cacofonía de voces, un auténtico barullo—, que era la muerte del Juez Medina; y la mayoría de los presentes arrojaban sus especulaciones como un jugador poseído por la furia lúdica que arroja sus fichas sobre el tapete sin más orden ni concierto que el de su propia compulsión. Fernando Arriaza había renunciado a encauzar aquel guirigay hacia alguna forma razonable de conversación y, tras el fracaso de su intento y retirado a una segunda línea, aguardaba pacientemente en el salón interior a que el hartazgo diera paso a una situación más confortable o, al menos, algo más variada.
Los observaba a todos con creciente aflicción, cuando otra persona vino a sentarse a su lado. Fernando le miró sin reconocerle y el otro, esbozando una sonrisa paciente, se presentó:
—López Mansur.
Fernando se llevó las manos a la cabeza.
—¡Pero claro! —exclamó—. Perdona que no te haya reconocido…
—No me extraña —le interrumpió Mansur—. La verdad es que nos hemos visto un par de veces; y siempre —añadió— en situaciones tan confusas como ésta.
—Desde luego, desde luego; pero, de todas formas… ¿Has venido con Cari, está por aquí?
—Sí. Está metida de hoz y coz en esa pelea que se traen por quitarse la palabra unos a otros.
—La verdad —dijo Fernando— es que no entiendo cómo ha podido organizarse este jaleo.
—Es el acontecimiento del verano —dijo Mansur estirando las piernas y cruzándolas por los tobillos con gesto de satisfacción— y eso elimina cualquier reproche. Pero te disgusta, ¿verdad? No olvido que eres médico.
—Una observación muy atinada. Sí, en efecto, esta manera de convertir la muerte en un espectáculo de cotorrería me disgusta porque es… no sé cómo decirlo… inhumano…
—¿Indecente? —sugirió Mansur.
—Indecente, indecoroso, sí, todo eso. En fin, a todos nos aguarda la muerte en alguna esquina del tiempo y, si reflexionaran sobre eso un minuto, quizá llevarían, o llevaríamos, la conversación de otro modo.
—Nadie ríe en el carro que le lleva al cadalso —recitó Mansur.
—Eso es muy apropiado. ¿Es tuyo?
—No. De John Donne.
—Ah —dijo Fernando ligeramente desconcertado.
—En todo caso, no hay remedio. La frivolidad, la curiosidad malsana…
Los dos hombres permanecieron en silencio unos instantes.
—Apenas tengo información, porque acabamos de llegar —empezó a decir Mansur—, pero Cari me ha contado que se trata de un viejo Juez retirado y muy conocido en el ámbito de la judicatura.
—Sí, un tipo a la antigua y, si quieres que te diga la verdad, no demasiado agradable; esa gente de prejuicios y convicciones inmutables no me acaba de gustar, pero tiene… —titubeó—, tenía fama de ser muy buen jurista.
—Sí, eso es lo peor —dijo Mansur con sorna—, juristas impecables, prestigiosos Magistrados… que sin embargo interponen su moral en la aplicación del Derecho.
—No nos consta y, además, ¿quién puede juzgar eso? En todo caso era un Juez chapado a la antigua, que erraría, como otros por otras razones, y de cuya capacidad parece que no cabe dudar. Eso no merece que le degüellen a uno.
—¿Degollado? Qué atrocidad. ¿Y cómo ha sido?
—La verdad es que no lo sé. Quienes tienen todo en sus manos son la Guardia Civil y la Juez.
—Pero ¿qué se supone que ha sido? ¿Una venganza, quizá? Porque en el mundo rural o es un asunto de tierras o es un asunto de cuernos.
—No. Eso es lo extraño…
—Yo diría brutal. Una degollina es un acto brutal —le interrumpió Mansur.
—En apariencia, sí. Pero la Juez, en cambio, comentó que le parecía un crimen… especial, digamos que especial. Y cuando lo dijo, me sentí de acuerdo con ella.
López Mansur se volvió hacia él, súbitamente interesado.
—¿Qué quieres decir?
—Lo que dijo la Juez era muy acertado, me parece a mí. El escenario… ésa es la cuestión. Un tajo hecho con energía, claro, pero… sin violencia, con fuerza pero con discreción; y luego el orden perfecto del salón. No hubo brutalidad sino sigilo, ¿me comprendes?
La conversación general subió violentamente de tono y a continuación se acalló. El extraño e inesperado silencio hizo que los dos hombres se volvieran a la vez hacia la zona del porche donde se apiñaba el resto de los invitados. Todos aguardaban en silencio, expectantes, a la conversación que mantenía Sonsoles Abós por su móvil mientras ella les hacía imperiosos gestos de silencio. Luego se alejó unos pasos, dándoles la espalda y asintiendo con la cabeza a su invisible interlocutor. Fernando y López Mansur intercambiaron una mirada, se pusieron en pie y se acercaron al grupo.
—¿Qué pasa? —inquirió Fernando a Ana María acompañándose de un expresivo movimiento de cabeza. Su mujer le conminó a que guardase silencio y todos esperaron. Finalmente, Sonsoles cerró su teléfono móvil y se volvió a la concurrencia, abriendo los brazos en un claro gesto de fatalidad. Los concurrentes exhalaron a coro un ¡oh! de decepción.
—Imposible venir. Está desbordada.
Fernando se dirigió en voz baja a su compañero:
—Sospecho que se refieren a la Juez de Marco. Menos mal que no puede venir —añadió—. O, quién sabe; esa mujer es demasiado lista como para dejarse enredar por estos chismosos. Hay que saber mantener la compostura. Es una cuestión de profesionalidad, ¿no estás de acuerdo?
—Desde luego —afirmó Mansur—. No creo que esté dispuesta a decir media palabra sobre el asunto. Yo, desde luego, me excusaría y saldría pitando en dirección contraria.
—Por cierto, ¿dónde estáis Cari y tú? ¿Habéis venido con las niñas?
—No. Solos los dos. Decidimos tomarnos un respiro y estamos en un apartamento en Valle Castañares.
—Ah, estupendo. Son muy confortables y te he de decir que Valle Castañares es la única colonia de veraneo que merece la pena de toda la zona —dirigió una mirada a su alrededor, como para comprobar que todo estaba en su sitio—. Pues estamos a dos pasos, como quien dice —concluyó—, así que espero que vengáis por casa cuando os apetezca. Lo que es seguro es que nos encontraremos más de una vez y más de dos, te lo aseguro. La vida social aquí es muy intensa, pero larga y estrecha, como los menús de la nouvelle cuisine.
—No lo dudo —dijo Mansur amablemente.
Ana María se acercó a ellos toda agitada:
—Ay, ya veo que estás con el marido de Cari. Bueno, les he dicho que los esperamos mañana para almorzar; a ellos y a los Muñoz Santos, claro. ¿Qué te parece si invitamos a nuestro huraño vecino de La Cabaña?
—Si le encuentras pareja, adelante —aceptó Fernando.
—Déjalo de mi cuenta —respondió Ana María alejándose con la misma agitación con que se les había acercado.
—¿Qué te dije? —comentó Fernando a su compañero a media voz.