La casa de Carlos Sastre, conocida como La Cabaña, era en realidad la antigua casa de los guardeses de la finca El Torreón, llamada así porque la casa principal era una edificación de nueva planta imitando el estilo de la zona y construida a partir de dos de los cuatro muros de un viejo torreón que se presumía del siglo XVII. El Torreón pertenecía a un industrial nativo de San Pedro del Mar, pero afincado en Cataluña, y cada verano lo ocupaba la extensa familia Sonceda, pero en el resto del año permanecía abierto para la madre de Ramón Sonceda, Consuelo, y su servicio. Doña Chelo —como era conocida en la Villa— pasaba sola la mayor parte del año y, apenas se acercaba el mes de Junio a su final, comenzaba su actividad de acomodamiento y previsión de fechas de toda la familia de sus tres hijos, el mayor de los cuales era Ramón. Habitualmente vivía en una de las dos alas y el resto de la casa permanecía cerrado, pero ante la proximidad del verano se ocupaba de dirigir una frenética actividad de limpieza y repaso que culminaba con su traslado al torreón propiamente dicho. A partir de ese momento, los hijos, nietos y hasta un bisnieto, se acomodaban por turno y sólo a la esposa de Ramón se le permitía ocupar la planta alta del torreón, a la espera de su marido; era un ritual que fascinaba a Carlos. La Cabaña se encontraba en un extremo de la finca y decidieron alquilarla porque la dispersión de la familia, aunque fuera dentro de los límites del terreno en que se hallaba la casa, era un asunto impensable. Carlos sabía que, pronto o tarde, La Cabaña se transformaría en casa de invitados, pero, mientras la matriarca viviera, ésa seguiría siendo su casa de verano. De hecho, La Cabaña estuvo prácticamente abandonada hasta que los Arriaza, en el primer verano en que consiguieron arrastrar a Carlos a San Pedro del Mar con la intención de incorporarlo a su círculo de veraneantes, medio convencieron a doña Chelo para que se la alquilase al año siguiente a aquel amigo solterón y un tanto hosco que estaba pasando dos semanas en su casa. La otra mitad del convencimiento la puso el propio Carlos, que, en un arranque muy propio de su carácter tornadizo, se convirtió para doña Chelo en el prototipo del caballero educado, distraído y sensible que ella deseaba apreciar. Carlos tenía su propia puerta de entrada, que no utilizaba salvo en contadas excepciones, por una portezuela del muro de la finca. A ella se dirigía ahora, a campo traviesa, después de despedirse de Ana María y Sonsoles y prometer que telefonearía para saber cuáles iban a ser los planes de la noche.
La actitud de la criada le pareció indescifrable. Lo único que le llamaba la atención era esa seriedad de comportamiento, pero, por más esfuerzo de memoria que hacía, no lograba por el momento recordar si ése era su tono habitual. Ciertamente no era una muchacha expansiva al estilo de Juanita; era mucho más tiesa y menos espontánea y con algo de colmillo retorcido, al menos con él, por lo que su extrema seriedad no dejaba de resultarle incómoda.
Pero ahora todo su interés se centraba en abrir la bolsa y comprobar no tanto su contenido como el orden de su contenido. Se maldecía por no haber actuado con rapidez evitando que la criada de los Arriaza metiese la toalla y el bañador en la bolsa porque quizá ya no pudiese recordar la disposición del resto del interior, es decir, lo que la criada hubiese podido ver al retirar la toalla y el bañador si es que había algo a la vista. Pero la sangre ¿y si hubiera traspasado la camisa por fuera? No, estaba todo en la bolsa de plástico del supermercado; Dora tendría que haberla desanudado deliberadamente. ¿Sería capaz de hacer una cosa así? También pudo haber sido algo mecánico, buscando… Y después de todo, la vida era impredecible: si no llega a tener el bañador mojado, la bolsa hubiera seguido esperándole en su sitio. En cambio, propiciar el almuerzo y la siesta en casa de los Arriaza, eso fue sencillo, aunque estuvo dispuesto a anular el plan si no hubiera quedado con ellos. La vida era impredecible. Por eso la idea central era la improvisación. La siesta en casa de los Arriaza necesitaba ser un producto de la casualidad, no un compromiso pactado con anterioridad. Todo lo que fuera improvisación actuaba en su favor y alejaba la sombra de la premeditación, sí, pero el azar es una veleta que tan pronto apunta en una dirección como en otra, según el favor del viento. Por fortuna, hoy Ana María y Fernando comían solos y todo tuvo el toque de espontaneidad que él deseaba. Después…
Después había sucedido lo que tenía que suceder.