Carlos, que se había levantado para servirse un agua tónica y se encontraba junto a la mesa en ese momento, medio de espaldas a los otros tres, estuvo a punto de quebrar el vaso entre los dedos al escuchar a Ana María. Tensó los hombros y suspendió la respiración por unos segundos. Cuando volvió a respirar le pareció que también recuperaba el resto del cuerpo, como si éste hubiera quedado tan suspendido como su mente durante esos instantes. Se sirvió el agua tónica apoyando la boca de la botella en el vaso. Trataba de no pensar. Para restablecerse era necesario no pensar mientras recobraba la calma o, de lo contrario, lo echaría todo a perder. Cuando se volvió hacia los demás, tenso como si se hubiera tragado un palo, Fernando estaba haciendo un resumen de su intervención en la escena del crimen.

—Pero si queréis saber de verdad lo que ha pasado, dependéis de Sonsoles. Toda mi intervención se ha reducido a hacer frente a un ataque de nervios, ni más ni menos.

—¿Sonsoles? —acertó a preguntar Carlos, con tal grado de rigidez en sus mandíbulas que hubo de hacer un verdadero esfuerzo para pronunciar ese nombre.

—Ay, Carlos, es que estás fuera de órbita esta tarde. Sonsoles es la amiga íntima de la Juez de Marco.

—Mujer: íntima, no; muy amigas, sí —puntualizó Sonsoles.

—Íntima de verano, para ser precisos —añadió Fernando—. Por cierto, ¿a quién esperamos? —preguntó a su mujer.

—Pues a todo el mundo, más o menos —respondió Ana María—, porque, como te puedes imaginar, no me iba a estar sentada esperando al periódico de mañana.

—En ese caso, yo me retiro a mis aposentos —dijo Fernando— porque necesito un poco de tranquilidad. La verdad es que era un espectáculo terrible. Creo que nunca he visto tanta sangre esparcida en mi vida, nunca.

—¡Pero si aún no nos lo has contado!

—Los hechos, o lo que he visto de ellos, sí. El morbo lo dejamos para más tarde, cuando me haya repuesto. Os lo ruego, no resulta fácil hablar así por las buenas, como si estuviera comentando la noticia de un periódico. Tú no estabas allí. Ni siquiera dejaron que lo viera Carlos.

—¿Y tú, Carlos? —preguntó Ana María, débilmente esperanzada.

—¿Yo? —de pronto estaba relajado y se lo agradecía sin pensar en más—. Yo sólo lo he visto de refilón, desde la entrada, desde fuera, porque la Guardia Civil me mandó a la cocina. Nada que te pueda interesar.

—¡Estupendo! —exclamó Ana María dirigiéndose a Sonsoles—, dos hombres que entran en la casa donde se ha cometido un crimen y no han visto nada de nada. ¿A qué irían, me pregunto yo? ¿A llamar por teléfono?

—Guárdate tus sarcasmos —dijo Fernando mientras se alejaba hacia el interior— o no diré una palabra más.

—¡Espera! —dijo bruscamente Carlos—. Voy contigo —y tras andar unos pasos, cambió de idea y se volvió hacia las mujeres—. Me voy a casa, creo que necesito una ducha. Voy a buscar mi bolsa.

—Pero vuelve —insistió Ana María—. Te necesitamos. Por cierto —añadió, tras un titubeo—, ¿dónde has estado esta mañana?, ¿en la playa?

—No. En la playa no —contestó rápidamente Carlos—. He estado en las rocas del final, no me apetecía arena.

—Pues te has perdido un día… —dijo Sonsoles.

—Mira que eres raro —dijo Ana María a modo de despedida.

Fernando le aguardaba bajo el umbral del salón.

—¿Has visto? —dijo—. Están encantadas. Degüellan a un Juez y organizan una merienda para comentar. Es la monda.

—Degollado… —dijo Carlos, con aire pensativo.

—Le han seccionado la carótida.

—Vaya, lo he supuesto por lo que dijo la Juez antes, pero no sabía exactamente…

En el fondo, estaba intentando no llegar al momento de recoger la bolsa. Durante los últimos momentos trataba de representarse el rostro de la criada cuando le reclamara la toalla y el bañador… y la bolsa, y preguntándose qué hacer. Ahora sabía que no deseaba verlo, fuera cual fuese el gesto que expresara. Retrasaba el momento, mientras exigía una respuesta a la parte de su cerebro que no estaba ocupada con su amigo; una respuesta intentando saber qué debería hacer ahora; tenía la mente en blanco para ese asunto. Cuando Fernando le despidió en el office se sintió perdido; pero entonces una extraña fuerza lo sacó de su ensimismamiento. Franqueó la puerta y penetró en la cocina.

—Ay, señor, no le había oído llegar, dispénseme.

—No tiene importancia. Sólo venía por mi bañador.

—Ah, sí, lo tengo en el tendedero. Y la toalla. Espere usted un momento que en seguida se lo traigo.

No supo qué pensar. Dora desapareció por una puerta de la cocina. Cuando pensó en seguirla, reapareció.

—Aquí lo tiene usted. Todavía está húmedo.

—¿Y la toalla? ¿Y la bolsa? —preguntó.

—Ay, sí, qué tonta soy. La bolsa la tengo ahí en el planchero. Es que me ha cogido usted planchando. La toalla estaba casi seca y va en la bolsa.

La criada volvió a desaparecer. Carlos miró estúpidamente alrededor, recorriendo con la vista la cocina impoluta. De nuevo tenía la mente en blanco. Estas ausencias mentales eran repentinas y breves, pero le asustaban. Nunca había sentido nada semejante. También seguía sin saber qué pensar de la criada. De pronto no recordaba la disposición de los objetos en la bolsa. Era incapaz de deducir si habría visto necesariamente su contenido y eso le inquietaba sobremanera porque, de haberlo hecho, no disponía de tiempo para tomar una decisión, no quería pensar en lo que tendría que hacer. De pronto volvió en sí y dejó de contemplar la cocina. ¿Qué diablos estaba haciendo la criada en el planchero? Entonces tuvo un arranque y se fue con decisión hacia la puerta del cuarto.

—Ay, señor, qué susto me ha dado usted.

Carlos esbozó una sonrisa de disculpa.

—Es… tengo prisa, lo siento; no se me ocurrió que la asustaría.

—Es que no me acordaba dónde la había dejado.

—Gracias. Muchas gracias.