La casa de los Arriaza se elevaba en lo alto de una pequeña loma al otro lado de la carretera por la que caminaban Fernando y Carlos. Estaba situada a unos quinientos metros de la del Juez asesinado y desde ella podía vislumbrarse el tejado de ésta, semioculto por las copas de los árboles que la arropaban, pero no el jardín, que se abría del otro lado, ante la fachada orientada al sureste; el jardín era largo y estrecho y quedaba además bloqueado en el lado norte por el bosque de castaños, acacias y cajigas que crecía a escasos metros del muro y que se extendía hasta un riachuelo que se alimentaba de las fuentes de las colinas cercanas. El terreno de los Arriaza era muy distinto; estaba acotado en su parte frontera por un muro de casi dos metros; arrancaba del último tercio de una suave loma y para acceder a él sólo había que abandonar la carretera y desviarse por la que habían descendido Fernando y Carlos, que conducía en línea recta a la amplia puerta cancel donde morían los extremos del muro y que se encontraba abierta de par en par. Desde ahí el camino se ensanchaba y convertía en una amplia calzada de gravilla bordeada de carpes que finalizaba en una pequeña explanada delante de la fachada, de la cual bien podría decirse que abría y ofrecía la casa. Cuando iniciaron la leve ascensión, pudieron ver a Ana María, que debía de haber estado esperándoles con ansia, levantarse de uno de los sillones y hacerles apresuradas señas de reconocimiento con ambos brazos. Era una casona clásica de piedra, con fachada de doble arco y solana, bajo la cual se había habilitado un amplio porche que se continuaba en un zaguán convertido en salón. Todo ello transformaba el conjunto de acceso en un espacio de notable extensión y profundidad muy bien conjuntado con el exterior por una gran puerta cristalera sobre la que se cerraba un alto portón de madera que durante el día guardaba sus hojas recogidas contra el muro.
Fernando y Carlos respondieron al saludo. Había una segunda persona con Ana María.
—Ah —dijo Fernando—, ahí tenemos a Sonsoles. Los vecinos se movilizan. Ana María ha debido tocar a rebato. Dentro de poco, esta casa se pondrá imposible.
—Entonces me parece que recogeré mi bolsa y me iré a mi cabaña. Hoy no tengo un día muy sociable que digamos.
—Hum. Ya veremos —comentó su compañero con un último destello de súplica en la voz.
Los dos hombres alcanzaron la explanada justos de resuello, quizá a causa del paso apresurado con que respondieron físicamente al perentorio saludo de Ana María, y se dirigieron a la mesa a la que se sentaban las dos mujeres. Al echar una ojeada al porche, antes de saludar y dejarse caer en una butaca, Fernando advirtió con cierto pesar que no se había equivocado; sobre la mesa de comedor que solían utilizar para el almuerzo e incluso la cena —todo dependía del tiempo, pues la humedad solía convertirse en relente al atardecer con bastante frecuencia—, Ana María había distribuido una generosa merienda: emparedados, medianoches, sobaos, té, refrescos variados y un par de botellas de vino.
—Nada como una buena merendola para hablar largo y tendido sobre el crimen de la vecindad. La muerte siempre despierta el apetito —dijo con desenfado.
—Fernando, hijo, qué grosero te pones a veces —contestó Ana María con enojo.
—Está en el refranero —continuó Carlos—. El muerto al hoyo y el vivo al bollo.
Ana María dio un respingo.
—Carlos, no sigas por ese camino o no os quiero juntos aquí.
—Yo me voy a ir en seguida —respondió Carlos—. Y además no puedo aportar nada porque a la única que he visto es a mi asistenta, que me he enterado ahora que es sobrina de la cocinera del Juez.
—Ah, por cierto —dijo Ana María—. Menos mal que te conozco y se me ocurrió mirar a ver. Porque llevabas el bañador todavía mojado en la bolsa y le he dicho a Dora que te lo tendiera. No creo que esté aún seco —añadió—, pero en todo caso no te olvides de recogerlo cuando te vayas. No hay manera de conseguir —continuó, volviéndose hacia Sonsoles— que los hombres tengan una pizca de sentido práctico.