Capítulo I

Quizá está soñando con su propia muerte, pensó al acercarse a la figura que dormitaba en el sillón. Desde su posición, sólo veía los escasos cabellos revueltos sobre la piel del cráneo asomando a ras del respaldo de terciopelo. El sillón estaba orientado al ventanal de doble hoja por el que se divisaba una fuente de piedra manchada de verdín sobre la que se alzaba un pez que escupía un chorro de agua. La luz llegaba a la cristalera tamizada por las ramas de un arce inmenso que se alzaba más allá de la fuente y que cubría casi por completo el campo de visión del ventanal.

Carlos Sastre sintió la vieja madera noble bajo sus pies y se detuvo. Estaba sólo a unos pasos del hombre que dormitaba. Contaba con encontrarlo dormido, lo cual era una ventaja buscada, pero tampoco hubiera retrocedido de hallarlo despierto porque venía a matarlo. Del sonido que emitía, dedujo que respiraba por la boca, lo que le hizo sonreír involuntariamente. Tenía que ser así, pensó mientras se valía de las dos manos para abrir la navaja barbera que guardaba recogida en una de ellas; cubrió con todo sigilo los pasos que quedaban hasta el respaldo del sillón y, fijando apenas con la izquierda la frente del hombre que dormía para asegurar el golpe, le abrió el cuello con la mano armada, enérgicamente. El chorro de sangre saltó con violencia mientras él se apartaba en un acto casi automático, para evitar que la sangre lo salpicase; no lo logró, ni en los guantes, ni en la camisa, pero había pensado en ello. La víctima se agitó durante un instante, un movimiento reflejo, involuntario, y cuando rodeó el sillón para mirarle a la cara, ya estaba muerto. Carlos no pudo evitar un gesto de repugnancia ante la visión de la segunda boca que le había abierto y de la que la sangre seguía manando. Durante un segundo el estómago se le contrajo fieramente. Después apretó los dientes y tragó con fuerza para bloquear el impulso que amenazaba con subir hasta su garganta. La presión se deshizo.

—¿No te acuerdas de mi? —preguntó al rostro al que la vida acababa de abandonar—. Qué lástima —continuó Carlos— ya que es bien triste morir así, sin saber por qué —el muerto parecía mirar algo sobre su cabeza y Carlos se volvió por reflejo en esa dirección. El ventanal estaba vacío, pero su reacción le hizo recordar que debía darse prisa. Retrocedió unos pasos, como si deseara observar el efecto de la escena y en ese momento se miró de arriba abajo por instinto; alguna gota de sangre había caído desde los guantes de látex y le manchaba una zapatilla. Escupió una maldición, temeroso, pero en seguida comprobó que, por fortuna, el pantalón no presentaba ninguna mancha; acto seguido, restregó las manos en la camisa (había traído la camisa vieja por eso, incluso había remetido los puños en los guantes), mientras echaba a andar y se deslizó rápido y silencioso hacia la puerta del salón que dejara cerrada al entrar. Giró el picaporte con harto cuidado. Sabía que no habría nadie fuera, pero antes asomó la cabeza por precaución, después pasó el cuerpo por el estrecho espacio que mantenía abierto y se dispuso a cerrar la puerta; en seguida, tras dudar unos instantes, prefirió dejarla entornada de manera que pudiera seguir viendo en su retirada el salón desde el recibidor. Al retroceder hacia la entrada tropezó con la alfombra y a punto estuvo de caer de bruces en ella. Saltó a un lado con rabia, luego continuó hasta la puerta de entrada a la casa, se detuvo y atisbó primero el exterior. Esta vez, sin embargo, cerró detrás de sí al salir. El tiempo parecía detenido. Nada. Ni un ruido.

Se había quitado la camisa y envuelto en ella la navaja barbera cuidadosamente; con el bulto en la mano, salió al jardín, rodeó la casa pasando ante la puerta de servicio, dobló la esquina y, al cruzar ante el ventanal, no pudo evitar una mirada hacia el interior. Se detuvo y miró. El cadáver aparecía recostado contra uno de los lados del sillón y algo inclinado hacia adelante. No se cae porque lo sujeta su propia tripa, se dijo absorto, pero de inmediato recobró el sentido de la realidad. Alguien que estuviera donde yo estoy ahora habría podido verme, pensó nervioso. Después continuó camino a lo largo de la fachada posterior, salió por la pequeña portilla lateral que daba al bosque, recogió lo que parecía una bolsa de playa o algo semejante de debajo de un arbusto y se internó a paso vivo entre los árboles. En aquella hora el silencio era absoluto, todo el mundo estaba en la siesta y él estaría fingiendo lo mismo en unos cuantos minutos si todo sucedía de acuerdo a lo previsto.

Ya bien dentro del bosque se detuvo, se quitó los guantes de látex y los envolvió con todo cuidado junto con la navaja en la camisa manchada, procurando que las manchas quedasen hacia el interior; se quitó las zapatillas viejas y se calzó las que tenía en la bolsa. Al mirar atrás, contempló con satisfacción que la sequía que padecían no ayudaba precisamente a que las huellas quedaran impresas en el suelo, pero, de todos modos, las de las viejas zapatillas se perderían en el bosque y las nuevas arrancarían de él, a suficiente distancia del lugar del crimen. El paso siguiente sería deshacerse del calzado viejo, la camisa vieja, los guantes y la navaja, todo lo cual, de momento, no corría ninguna prisa. Metió el envoltorio en una bolsa de plástico de supermercado, la depositó con esmero en el fondo de su bolsa de playa y la cubrió con el resto del contenido. Luego echó a andar aprisa para alcanzar y seguir el hilo del riachuelo, protegido por los árboles que bordeaban la orilla; buscaba recuperar el acceso a la casa de los Arriaza como si volviera a ella desde una orientación contraria a la casa del muerto. Solía pasear por aquellos prados a menudo y, en el peor de los casos, con este acto convertía su escapada en un paseo habitual más en el supuesto de que alguien le viera o decidiese investigar sus huellas. Pero ¿por qué habría de investigar nadie unas huellas, si es que eran reconocibles, por aquel lado? No podía prescindir de su acendrado sentido de la prevención, era un problema de carácter. Por fin, llegó al puente sobre la carretera y lo atravesó con precaución para evitar cruzarse con algún automovilista. La carretera estaba desierta. Abandonó la línea del riachuelo, alejándose hasta que divisó la casa de los Arriaza. Luego cruzó un prado al abrigo de las bardas, llegó al muro y buscó el paso al jardín por la portilla lateral. Ya dentro, se coló por la ventana que dejara entreabierta al salir hacia la casa del Juez y se tumbó sobre la cama. Nada. Nadie. Ni un alma. Ni un ruido.

Cuando estuvo tendido escuchó el golpeteo de su corazón por primera vez. En verdad que el riesgo corrido había sido grande, pero él había decidido confiar en la audacia y en la decisión. También en la casi completa seguridad de saber que nunca había un alma en aquel tramo a la hora de la siesta. Casi completa, pensó después. Casi. Sin embargo, ahora lo veía, el riesgo había sido tremendo. Incluso cabía la posibilidad de que Ana María se hubiera asomado al cuarto que le había cedido para echar la siesta después de que almorzaron juntos y se encontrase con que no estaba allí. Lo cierto es que desde que saltó por la ventana dispuesto a cumplir su objetivo, estuvo pendiendo de un hilo del que sólo ahora era consciente; y ahora que todo había terminado era cuando se daba cuenta cabal del riesgo que venía de correr, de la cantidad de coincidencias reunidas y necesarias que habían jugado a su favor en su loco golpe de audacia. Pero también sentía que todo estaba bien, que no había nada que temer, a lo que ayudaba no poco una sensación contigua de liberación, el desprendimiento de un peso enorme.

A los pocos minutos, más calmado, se incorporó para comprobar el contenido de la bolsa de playa y asegurarse de que los útiles del crimen estaban en su sitio, tal como los había ordenado y escondido bajo la crema, el vaporizador de colonia, el sombrero, la toalla, el bañador… en fin, el contenido habitual. Mientras lo hacía se felicitó por la presencia de ánimo que suponía el cuidado y el orden en la bolsa, se dijo que había permanecido muy frío, muy sereno, que había sido fácil, y volvió a tenderse en la cama. Estaba, al mismo tiempo, relajado y eufórico. Se preguntó cómo era posible pasar tan rápidamente de un estado de excitación tan fuerte a una satisfacción y plenitud tan intensas.

Pero, pensándolo bien, es tan lógico, se dijo.